miércoles, 16 de octubre de 2019

fuerte como ella


A veces tanta voz no cabe en la garganta, a veces
es extraño; el genio se desarma y produce
escalofríos, serias monstruosidades, negocia cláusulas de sangre, alza pirámides de odio.

Cuando lo más sencillo habría sido comprender, hacerse a un lado y despojarse del rumor de la cultura, fruncir el sueño,
rearmarse con un simple comentario ad hoc, un vano reconstituyente,
aceptar que la soledad produce monstruos adorables y aquel paseo de palmeras bajo el sol absorto,
encantador del verano apenas reaviva el recuerdo de un calor que no duele,
trae a la memoria una suerte de romántico azar.

El Ángel –az m’vayst nisht*– pertenece a la Colored Section (es el requisito). Su voz
es tal que no le cabe en la garganta; no atina a desandar el crepúsculo, ni encuentra el camino de vuelta
al horizonte. Su voz que no se escucha, que es puro
silencio y puro nombre.

Su color de piel orna las ciudades de un cielo
violeta, su párpado violento, su brazo carismático y brillante. Viene de reconstruir,
ha levantado el polvo regular de las estrellas, ha edificado cárceles en llamas, estadios
y hospitales. Quien no haya reparado en su presencia, no haya
amado su cuerpo inconfesable, su cabello impropio, sus labios nocturnos de espuma ensangrentada, quien no haya
contenido en sus manos el vacío de su rostro, la curva
despejada de sus ojos, su gravedad gigante.

Guardad un sitio próximo a su diestra, pequeño, casi invisible, un sitio
incómodo, un rectángulo de hierba para el cuerpo, de una profundidad sin alardes,
señalad el camino hasta la playa, cerca de su perfume y su importancia, cerca de su espacio,
en el lugar exacto de su ausencia, hacia la eterna soledad que define su gloria,
su color especial entre todas las sombras, en todos los espejos de la noche,
entre toda la luz que afirma el universo.
  
*si no lo sabes (en yídish, según Henry Roth)



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