domingo, 9 de diciembre de 2012

poesía pura (y III)


La mujer, tan joven, aduce su impalpable cutis de medianoche y seda,
pone sobre el tapete su hermosura de nácar, su oblicua vaguedad,
e invita -pulcra, devota- a las serenas entidades del bosque
a su mansión tachonada de puntos celestiales.

La mujer, casi una niña, casi una palabra impronunciable, casi un verso,
besa y palidece, besa y manda, besa y raya en lo inasible, lo mundano,
pero no se enturbia un ápice, no fracasa nunca
en su obscena tarea, sórdida y cruel, tan dulce a los ojos de los hombres.

Es un Hada vestida de rojo, desnuda entre sus medias de cristal,
desde la convicción al misticismo, de la viva diadema al tibio empeine.
Tropieza en una nota y la música se expande, vigorosa y solemne,
le maquilla los ojos, dibuja una sonrisa cómplice en su rostro.
Música para cubrir etapas sin gloria, música para marcar el paso
con ímpetu mercenario, dejando atrás toda una nación,
todo el espíritu y un pedazo enmarcado del alma,
vestigio de aquel antiguo estado de las cosas comunes.

Puñales que rasgan, dagas que ofenden, armas que vulneran ,
hongos que envenenan lentamente, filtros diseñados por alquimistas necios,
midas arcanos, magos de tierra adentro;
el huso de la rueca que atraviesa sin querer la carne,
la manzana de nieve amarga, la manzana prohibida,
primordial, roja como un vestido de noche, como una estrella de navidad.

Del desencanto al éxito rotundo, una avalancha de consecuciones.
Rozando la estética del triunfo, sin vergüenza, sin dar la espalda
al gentío que ovaciona la apoteosis, el encanto visceral
que no halla su remedo, sin remedio ni aspereza.
Una suavidad extraordinaria que acaricia la mirada, que hace temblar los ojos
con su acento extranjero, su clase interesante, su imprudencia.

Hay un engaño que perdura por los siglos, un drama al que sucumben
los gentiles dueños de sí mismos, cualquiera que sea su procedencia,
raza, edad, sexo, destreza, cualesquiera que sean sus talentos y oficios.
Una trampa maestra, meticulosamente
preparada por seres tan metódicos y cuidadosos.
Un agujero exacto en medio del camino que lleva a la casa del padre,
con la profundidad completa imprescindible, hecho de rabia,
desenterrado de una vez por todas o lleno de cadáveres con cara de miedo.

Van cayendo los días y los viejos relámpagos esperan el momento caótico
para caer de golpe y hacer más daño, para caer con un peso excesivo,
aéreo, monumental, y hacer más sangre, para herir con mayor arrebato,
con mejor traza de continuidad, para perjudicar de forma más indigna
así como de modo más sutil y confiscar a más altura la nobleza de la justa,
para enlodar el aspecto menos grave de la complejidad.

Contaminadas las esferas, ayer ecuánimes en su belleza,
puesta en cuarentena y duda su perfección apócrifa y universal,
atacada su reputación por una horda de injuriosos clérigos,
borrados sus planes de la faz del mundo, la princesa contempla
la destrucción de una era, el salto de una época a otra,
la caída del imperio romántico, el descalabro de una heroica tradición.

Rítmica, melodiosa, la lluvia cabe en un caldero abandonado,
tamborilea su presencia acústica, plasma su húmeda violencia.
La sociedad del musgo se deprime con la eclosión de los primeros tallos.
Una flor canta victoria al mando de su voz apolínea
y procede a desenmascarar un puñado de sombras.

La princesa persiste en demostrar su poder, su aptitud concreta,
su instrucción esmerada y sin disciplinar, su fuerza cultivada y nada errónea.
Crea un rayo pequeño y verde que fulmina pueblos de juguete,
abrasa lívidas maquetas de oro, derrumba casas de muñecas,
anima y dota de una vida discreta a sus leales osos de peluche.

Más tarde, acude a sus espejos y pregunta; 
de nuevo más ingenua, se pregunta por el fin del laberinto, 
el tamaño del trono,
la positiva forma de la verdadera libertad.

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