La
mujer, tan joven, aduce su impalpable cutis de medianoche y seda,
pone
sobre el tapete su hermosura de nácar, su oblicua vaguedad,
e
invita -pulcra, devota- a las serenas entidades del bosque
a su
mansión tachonada de puntos celestiales.
La
mujer, casi una niña, casi una palabra impronunciable, casi un verso,
besa
y palidece, besa y manda, besa y raya en lo inasible, lo mundano,
pero
no se enturbia un ápice, no fracasa nunca
en
su obscena tarea, sórdida y cruel, tan dulce a los ojos de los hombres.
Es
un Hada vestida de rojo, desnuda entre sus medias de cristal,
desde
la convicción al misticismo, de la viva diadema al tibio empeine.
Tropieza
en una nota y la música se expande, vigorosa y solemne,
le maquilla los ojos, dibuja una sonrisa cómplice en su rostro.
Música
para cubrir etapas sin gloria, música para marcar el paso
con
ímpetu mercenario, dejando atrás toda una nación,
todo
el espíritu y un pedazo enmarcado del alma,
vestigio
de aquel antiguo estado de las cosas comunes.
Puñales
que rasgan, dagas que ofenden, armas que vulneran ,
hongos
que envenenan lentamente, filtros diseñados por alquimistas necios,
midas
arcanos, magos de tierra adentro;
el
huso de la rueca que atraviesa sin querer la carne,
la
manzana de nieve amarga, la manzana prohibida,
primordial,
roja como un vestido de noche, como una estrella de navidad.
Del
desencanto al éxito rotundo, una avalancha de consecuciones.
Rozando
la estética del triunfo, sin vergüenza, sin dar la espalda
al
gentío que ovaciona la apoteosis, el encanto visceral
que
no halla su remedo, sin remedio ni aspereza.
Una
suavidad extraordinaria que acaricia la mirada, que hace temblar los ojos
con
su acento extranjero, su clase interesante, su imprudencia.
Hay
un engaño que perdura por los siglos, un drama al que sucumben
los
gentiles dueños de sí mismos, cualquiera que sea su procedencia,
raza,
edad, sexo, destreza, cualesquiera que sean sus talentos y oficios.
Una
trampa maestra, meticulosamente
preparada
por seres tan metódicos y cuidadosos.
Un
agujero exacto en medio del camino que lleva a la casa del padre,
con
la profundidad completa imprescindible, hecho de rabia,
desenterrado
de una vez por todas o lleno de cadáveres con cara de miedo.
Van
cayendo los días y los viejos relámpagos esperan el momento caótico
para
caer de golpe y hacer más daño, para caer con un peso excesivo,
aéreo,
monumental, y hacer más sangre, para herir con mayor arrebato,
con
mejor traza de continuidad, para perjudicar de forma más indigna
así
como de modo más sutil y confiscar a más altura la nobleza de la justa,
para
enlodar el aspecto menos grave de la complejidad.
Contaminadas
las esferas, ayer ecuánimes en su belleza,
puesta
en cuarentena y duda su perfección apócrifa y universal,
atacada
su reputación por una horda de injuriosos clérigos,
borrados
sus planes de la faz del mundo, la princesa contempla
la
destrucción de una era, el salto de una época a otra,
la
caída del imperio romántico, el descalabro de una heroica tradición.
Rítmica,
melodiosa, la lluvia cabe en un caldero abandonado,
tamborilea
su presencia acústica, plasma su húmeda violencia.
La
sociedad del musgo se deprime con la eclosión de los primeros tallos.
Una
flor canta victoria al mando de su voz apolínea
y procede
a desenmascarar un puñado de sombras.
La
princesa persiste en demostrar su poder, su aptitud concreta,
su
instrucción esmerada y sin disciplinar, su fuerza cultivada y nada errónea.
Crea
un rayo pequeño y verde que fulmina pueblos de juguete,
abrasa
lívidas maquetas de oro, derrumba casas de muñecas,
anima
y dota de una vida discreta a sus leales osos de peluche.
Más tarde,
acude a sus espejos y pregunta;
de nuevo más ingenua, se
pregunta por el fin del laberinto,
el tamaño del trono,
la
positiva forma de la verdadera libertad.
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