viernes, 4 de agosto de 2017

como un meteorito


No para el poeta. Es que intimida a los arcontes culturales de la alta sociedad (véase Bruno Dumont).
Es que está tan cuerdo como un nativo loco de la nación Sioux (esa nacionalidad histórica y sin estado),
perfectamente respetable. Pero no. No para el poeta. Los grandes escritores le niegan el saludo (y eso que ya no quedan
grandes escritores). Auster no saluda, Mosley no ha saludado,
Echenoz cuando quiso saludar estaba en otro continente, Danielewski… (está ensayando la ceremonia). El parque
es un hecho cultural de tercera magnitud, de baja est(r)ofa, demasiado
alambicado para el sibaritismo de las amorfas minorías editoriales.

Ahora se acerca Nas a presentar sus respetos; los rappers son menos estirados, sus novelas
hablan por sí mismas.

Jordan se ha peleado con la reina del baile; las sillas han volado
por los aires, se han rasgado vestidos amarillos, blancos como racimos en flor. Entonces el ángel ha tenido
que obrar su milagro favorito, el show del pacificador: ¡alma de policía!
No es un secreto. Los ángeles han venido a imponer el orden de las matemáticas
puras, su código de tráfico (no pueden con el KRIT).

El poeta hace ver una odisea en soledad, él es uno solo, con un solo nombre. Sus errores
son la envidia del personal: business class.

Ridículamente informado por un jurado corrupto, el premio recayó. O cayó del cielo sobre la cresta autónoma
de un reputado fugista (que pasaba por ahí) como un meteorito. En ese punto de fuga de la realidad, un avión supersónico
altera el dictamen, la seriedad vacacional de los alumnos del cole,
la visible modernidad de las colegialas, todas con uniforme japonés. Desde su nido, el poeta
robustece su ermita interior mientras cientos de MCs veteranos
reaparecen a su sombra. Y no suena la marcha nupcial.

La fórmula del arte es una, casi como que rueda de mano en mano, sale despedida. La reina del baile hunde sus manos
en el cofre del tesoro y la pasta le resbala por el forro: los anillos de diamantes, el as de corazones. Jordan
canta como si fuera a llorar, se echa a llorar como si nada en el espíritu de una marmita
de ingenio; luego se pone a cantar. Pasa Chimamanda Ngozi Adichie (¡en una exclamación!), lleva
un sombrero azul de oro y un libro de James Baldwin en la mano.
Dice ¡hola! y rompe a reír.




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