sábado, 16 de septiembre de 2017

un objeto tirado en la conciencia


Jordan ha causado un estropicio en la belleza. Puede verse en los postes de telégrafo o en la puerta
de la peluquería envenenada. Los pájaros interpretan, reconocen la savia poderosa que baña la homilía cargante,
aprenden de memoria conversaciones privadas y vuelan luego cargados de razón. La belleza
minimiza las apariencias, es un contraste permanente, rinde
cuentas ante la verdad solo los días pares (y hoy ha amanecido un día con cara de primo). Hoy la posmentira
inunda de piedad los pasillos del súper. Personas obesas recorren con la vista las estanterías superiores, los recovecos
recién abrillantados por la máquina del tiempo; hay niños maravillosos que miran maravillados,
niños con enfermedades avanzadas que miran al suelo con precaución.

La belleza ha sido malversada. Y Jordan es responsable de cierta desolación fuera de lo común,
tal vez distributiva incluso a un nivel ilegal. Ha pronunciado algunas palabras básicas y su verborrea corrupta
ha saciado el ansia de profundidad de los insensatos; y no, no vestía de blanco ni de amarillo
chillón. Su procedimiento chifla a las autoridades,
consigue su botín de forma apenas concluyente; pues su forma es el poema
prefecto que persigue la prosa y desecha la lírica por su falta de enganche.
En vano, el poema se ha partido el cuello de tanto volver la cabeza para atrás, de tanto volver sobre sus pasos
tras la moderna impronta de aquellos débiles monarcas…, sus columnas patrióticas, su señal de la cruz,
ese método fiel de persignarse sin mecer la sombra y con los ojos puestos en (por ejemplo) un espacio nevado.

Nieve para cenar. Es extraordinaria, se funde. Jordan también ha fundado
una congregación propagandística que tiene como fin. Tiene como un fin, algo semejante a un objeto
tirado en la conciencia, el inmovilismo típico de la mente y sus contactos, la soledad atávica del arte escabulléndose
hacia la zona oscura del talento, disfrazado de recuerdo o de obscenidad,
¡ah!, esa sordidez preparatoria que acondiciona la respiración a la temperatura de la taquicardia.

Preguntarse quién pone la comida en la mesa durante todo el invierno. Quién lee la carta de ajuste de los restaurantes
chinos afroamericanos, quién sube las escaleras del puente de Brooklyn, quién amaga pero no, quién dispara
con las balas falsas de Detroit, quién se mata cada vez que abre la boca para susurrar un beso. Los versos ahora
vienen por la orilla, caen desde un estrato proporcional a su gravedad; han escarbado
o han sacado del cieno del anonimato granjas peculiares con depurados árboles unshu mikan,
cooperativas cósmicas. Jordan no conoce las respuestas; al cabo,
lleva unos pendientes con la efigie de un icono marxista (nadie la va a detener por eso a estas alturas). El contraste
significa, bordea la indefinición aunque no lo demuestre; se atranca
pero recicla su basura en cubitos de hielo que se derriten como halos fantasmales al filo de su tierna humanidad.



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