lunes, 3 de diciembre de 2018

revolución


Nada de amor, y eso que ha fraguado la tarde. Nada de amor,
y eso que el cielo ha rociado de luna los pétalos del aire, y eso que el amor.

La ciudad verifica su onomástica, sopla la vela de tanta decepción, disimula el humo de los trenes
bajo una cúpula de smog; y una muchacha canta como el jilguero de la escuela, su voz codifica el tiempo
que circula por las venas de la hierba.

Sombra y ciudad, tanta sombra que sorprende; pasadizos enlutados, envueltos
en qué bruma paranoica. Y qué disolución, cuánta ceguera. Existe un creador de mundos que no ha creado éste,
seco en el grimorio de la desesperanza; hay un flaco favor, un grifo
de cerveza con espíritu, un barril de sufrimiento crónico.

Nada de amor. Ni de belleza. Ni el Ángel que compone
las sobras del amor, funda el banco de alimentos del amor, recoge harta basura enamorada. El Ángel
ha comprometido su figura: tumbado en medio de las vías, atado a su crepúsculo y su infierno, sujeto a la palabra
negada por su trono, postrado ante su plácido misterio, el púrpura que viene surcando el infinito.

Magia y escalofríos de novia en raso azul, tartas de cumpleaños para la tierra
que se esconde de esta pesadez ósea, esta corpulencia del futuro, este remolino de lunares y vértigo;
no es el amor lo que perdura en la memoria de los muertos,
sino el espacio, la libertad. No es la poesía lo que sirve al honesto propósito del Arte,
es el corazón.

Nada de luz, y eso que ha caído la noche desde su altura constante, y eso
que las olas del océano rugen con estupor y economía, y hay una fila de sombras que aguarda la comunión del recuerdo;
nada de luz, y eso que mañana
volverán a morir miles de estrellas, volverá a derrocarse el universo.


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