viernes, 22 de febrero de 2019

coleccionable


Es un beso que derriba castillos en el aire. El pequeño beso del Ángel, ariete
contra la pasión. El ferrocarril ondula capas minerales, lisos mapas de afecto, su memoria
clarea cerca de una estación abandonada, incita a besar con su traqueteo
nocturno y su variedad de cables y de aromas, su estéreo machacón,
su novísima colección de artículos postales.

Milagroso y etéreo, anómalo en el mejor sentido de su emblemático significado, su literalidad reconstruida,
consumida y distante, en el monótono ejercicio de la melancolía que esparce por el territorio. Todo campo es región
(O) observable, diminuta en comparación con el vacío –tan confuso; el vacío es, en concreto: “algún lado susceptible
de ser estudiado, observado desde la ventana de una habitación gigante
o algún prototipo de almena principesca”; un vehículo ciertamente inestable.

El pequeño Ángel contribuye con ganas, digna contribuyente. Habla: ‘nuestro vecindario limita con un Paraíso
de pizarra y zinc’, irrumpe luego vivificando ciudades, prisiones, cementerios acostados en tierra
victoriosa, cierra los ojos al cielo y la mañana rompe contra su pulmón de asfalto, encalla en el cemento
que resume la levedad ambiente:

             hierba que comparte siglos de razonable desencanto;
             flores que habitan su propia integridad, rebaten su color.

Su voz, limpia como el espíritu del hambre, pura como la tristeza, íntima como la luz. Su voz es un proyecto
milenario, una revolución hasta que llegue el día
de la revolución. Frente a sus labios se desmaya un ejército de huesos, una tromba de gotas de sangre se derrumba,
brota una expedición de manantiales. Su palabra designa la madurez de la noche, toda la providencia,
todo el infame hi(e)lo de la creación. Es un trozo de carne bendecida por el sueño absoluto, en su lógica
binaria se contempla el Demiurgo, el lenguaje se aproxima a la conciencia, el silencio
edifica un palacio de signos que lo apartan de la nada
y la resurrección.


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