lunes, 26 de agosto de 2019

sangre en los zapatos


Cuando la noche se pega en los zapatos
y cruje la mirada como un arma blanca, y los extraños buscan una moneda
en tus bolsillos, siempre hay un puente que cruzar a toda prisa, un árbol que escalar con las rodillas
sangrando, las uñas negras de haber estado en ascuas, los tímpanos
luciendo cicactriz.

Hay una ciudad para cada instante, cada instrumento, cada
luna. La luz se rumorea entre dos filas de vehículos, alza una mano ensimismada
y se dispone a hablar. Cuando habla, la luz se te pega en los zapatos,
no se quita, es como un chicle embarazoso.

Ahora, el bar abierto, la cantidad de neón,
su aburrimiento incombustible; ahora, la barra que se tuerce y se desquicia,
gana segundos en su movimiento hacia la soledad. La angustia se perfila como un burrito
rancio y sin estilo, como una música de corte
estático, veinte gramos cortados por lo sano.

Noche, no hay. El sol, caleidoscópico y todo, palidece porque está hambriento, subyace a las apariciones;
una muchacha transparente que mira con un solo ojo ciclópeo en mitad de la frente, que es como un pecado
de visión; su vista sanadora,
innumerable, capaz de distinguir hasta la escena de Broadway, ese cuerpo
cinematográfico.

Fuera de foco los milagros se disocian, pero resplandecen. Verdaderos
psicópatas disfrutan de una función reparadora, vuelven a la vida, se sumergen
en el plácido bullicio de la alteridad.

Donde una flor no cueste nada, un peluche pueda ser
atropellado, debajo del puente, en una tienda de campaña al abrigo de las contradicciones;
ah, el futuro es un arte –cosmético al fin y al cabo. La palabra
busca el eco ritual de la miseria, sale a todo tren de la miseria, rompe
amarras con el tiempo y la distancia. Vale luz.



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