jueves, 2 de diciembre de 2021

la versión del escritor

 

El poema no suele visitar el campo de batalla, por más que el escenario
contribuya a la remuneración espiritual, que la sangre sea elemento
diferencial tanto en su versión corriente como en su fina descripción
coagulada, en su rol figurante de reguero
o de gota salpicada en vano ―mancha
en la camisa nueva―, por más que la pólvora restrinja las posibilidades líricas del campanario,
incluso de la naturaleza, por más que la muerte.
 
Nos topamos con el rostro
emergente, casi vietnamita, ruso (no soviético) del Ángel, su rostro
nada maquiavélico, poco triste, escasamente
romántico (así no es). Ah, el escenario fructifica y se transforma en un ente en pacífico
desarrollo conceptual.
 
Primero el brillo acaece de improviso, un resplandor
comunitario que no precisa del ámbito nocturno, ni del hábito de la conjetura,
sorprende con su feliz economía consciente, es como si un director
de fotografía, como una bombilla espectral enfocando su modesta panorámica, su composición
ideal, su génesis (también).
 
El camino es una calle de la ciudad, el destello, un semáforo
kamikaze, el encendido intempestivo de las luces de pascua, el desánimo de un funcionario
ineficiente.
 
Pero el poema no suele transitar esas
sendas furtivas ávidas de desaliento, no acostumbra a salir en misión
de reconocimiento expresivo por las cafeterías abandonadas y los soportales
místicos; su desayuno es el hambre que viene, sus ganas son una epifanía doméstica, la versión
del productor (la mano de dios).
 
El Ángel parpadea y sus mejillas
aceptan la rosa de la fiesta, sus labios consumen un instante de la culpa
del mundo. Su voz arrastra el cuerpo de la noche
hasta nuestra apagada habitación.



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