Los atributos del exilio se gestan, se obtienen en la
infancia, que suele ser un territorio plagado de minas personales, repugnante,
pues. Oh, cómo admiramos y odiamos y nos sorprendemos. Oh, cómo admiramos a los
que confiesan su niñez dorada, su tiempo de felicidad, niños felices con madres
felices y padres entusiastas. Padres sexualmente compenetrados que no tienen
que descargar sus frustraciones diarias, semanales; padres con trabajos bien
remunerados que se satisfacen mutuamente, que follan y se divierten y no se ven
obligados a depositar su odio en los pequeños dioses que ellos mismos han
creado. Oh, las mañanas azules que no terminan en llanto, que no dejan el
regusto salado de las lágrimas, el ácido regusto del dolor que se comparte a
solas. Las mañanas en las que es posible una felicidad no oscura, no salpicada
de sangre, no romántica. Mañanas felices que preceden al sosiego de una tarde
cualquiera de domingo, vestida de domingo, una tarde interminable, como esas
tardes duraderas y tremendas del verano, llenas de sol auténtico, de sol
variable y homicida, de sol abrasador pero molesto y duro, y violento y
revolucionario y de sol que quema los brazos y la cara, pero deja respirar. Un
sol que permite la respiración que no bloquea las palabras ni los gestos, un
sol, en definitiva, que se deja querer, que, simplemente, está ahí, atravesado
en el cielo, colgando, sin reclamar a nadie un salto, una oración. Uno de los
atributos del exilio que nos abarca ahora es, pues, el sol de la tarde, o los
soles de todas las tardes, cada uno distinto del otro, uno salpicado de sangre,
otro salado con el regusto amargo de las lágrimas, otro sol más sádico y
recubierto de maldad, como una cúpula maligna dando señas de aburrimiento.
Negamos a los que recuerdan su infancia dorada, los ponemos en un aprieto, les
exhortamos a decir toda la verdad..., como si eso fuera posible, como si
alguien pudiera decir no ya toda la verdad, sino solo una parte exigua, un
retazo de una verdad que abrasa, que calcina, que es un tatuaje en el alma que
no existe y es, por tanto, indeleble en su inexistencia, en su limbo, es
indeleble en el vacío de nuestras vidas, de nuestro pasado tan turbio como
claro y rebosante de luz, de esa luz indeleble, primera, primigenia, personal,
la claridad que abruma, que aburre, que es tan aburrida, tan poco favorecedora,
tan aburrida como una tarde interminable de verano.
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