viernes, 17 de agosto de 2012

los atributos de mi exilio (II)


Los atributos del exilio se gestan, se obtienen en la infancia, que suele ser un territorio plagado de minas personales, repugnante, pues. Oh, cómo admiramos y odiamos y nos sorprendemos. Oh, cómo admiramos a los que confiesan su niñez dorada, su tiempo de felicidad, niños felices con madres felices y padres entusiastas. Padres sexualmente compenetrados que no tienen que descargar sus frustraciones diarias, semanales; padres con trabajos bien remunerados que se satisfacen mutuamente, que follan y se divierten y no se ven obligados a depositar su odio en los pequeños dioses que ellos mismos han creado. Oh, las mañanas azules que no terminan en llanto, que no dejan el regusto salado de las lágrimas, el ácido regusto del dolor que se comparte a solas. Las mañanas en las que es posible una felicidad no oscura, no salpicada de sangre, no romántica. Mañanas felices que preceden al sosiego de una tarde cualquiera de domingo, vestida de domingo, una tarde interminable, como esas tardes duraderas y tremendas del verano, llenas de sol auténtico, de sol variable y homicida, de sol abrasador pero molesto y duro, y violento y revolucionario y de sol que quema los brazos y la cara, pero deja respirar. Un sol que permite la respiración que no bloquea las palabras ni los gestos, un sol, en definitiva, que se deja querer, que, simplemente, está ahí, atravesado en el cielo, colgando, sin reclamar a nadie un salto, una oración. Uno de los atributos del exilio que nos abarca ahora es, pues, el sol de la tarde, o los soles de todas las tardes, cada uno distinto del otro, uno salpicado de sangre, otro salado con el regusto amargo de las lágrimas, otro sol más sádico y recubierto de maldad, como una cúpula maligna dando señas de aburrimiento. Negamos a los que recuerdan su infancia dorada, los ponemos en un aprieto, les exhortamos a decir toda la verdad..., como si eso fuera posible, como si alguien pudiera decir no ya toda la verdad, sino solo una parte exigua, un retazo de una verdad que abrasa, que calcina, que es un tatuaje en el alma que no existe y es, por tanto, indeleble en su inexistencia, en su limbo, es indeleble en el vacío de nuestras vidas, de nuestro pasado tan turbio como claro y rebosante de luz, de esa luz indeleble, primera, primigenia, personal, la claridad que abruma, que aburre, que es tan aburrida, tan poco favorecedora, tan aburrida como una tarde interminable de verano.

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