¿Es el amor otro de los atributos de mi exilio? El amor
encierra una verdad platónica: que no existe. El amor, en realidad, es
compasión. El amor significa, paradójicamente, una mirada interior. El amor,
tan externo, tan aparente, tan rematadamente loco por la belleza que nubla los
sentidos y perjudica la razón, esconde una forma de llamar la atención sobre lo
oculto de nuestros corazones, de nuestras mentes. El amor es todo un pasaje
íntimo que no tiene ligazón con ningún tipo de belleza. La belleza es aquello
que nos motiva y nos agrada, lo simétrico, pero el amor no agrada, desmotiva,
ennegrece, no libera sino encadena, no es bello sino terrible. El amor no
encierra ninguna verdad, solo un intento compasivo, apenas un esbozo, un tiempo
para la compasión, que es el verdadero objeto de todo amor. El verdadero
interés del amor está en la compasión. Uno dice que ama y solo está buscando la
mirada profunda, la compasión, la compenetración más perfecta con otro ser que
pueda captar lo que los demás que no llegan a amarnos no son capaces de ver en
nuestro interior. No se busca el placer en el amor, que suele traer dolor y decepción,
se busca un recorrido íntimo, un caudal de solidaridad, un espejo fraterno. El
sexo es un efecto del amor, pero está condicionado por el instinto de
supervivencia, por el animal que nos habita e impone su pasión desorbitada a
nuestros actos. El sexo no reside en la naturaleza del amor, no está en su
centro, sino en sus aledaños, en su periferia, en los ojos que buscan simetría,
perfección, que buscan la simetría del universo con sus redondeces planetarias
y estelares, su rotundidad galáctica, el tamaño, la velocidad, todo aquello que
nos maravilla y nos hace encogernos y nos transforma en pequeños seres
bíblicos, animales domésticos de un dios degenerado.
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