A fuerza de
quererte me he querido
y a fuerza de
olvidarme te he olvidado,
tal viene a ser
el precio del olvido
y tal es el
destino de lo amado
cuando comienza,
ante el dolor presente,
a darse por
vencido lo pasado.
Aguarda, no me
quieras imprudente,
espera hasta que
sangren las mañanas
heridas de
silencio inmensamente.
No es tiempo de
besar: faltan las ganas
de ser labio con
labio un mismo aliento.
Es tiempo de un
silencio de campanas.
Yo tengo la
cartuja, tú el convento,
los dos
sembramos flores en la tierra,
mas yo recojo
flores de cemento
y a ti ninguna
rosa se te cierra,
ninguna en el
color te decepciona,
ninguna al
ofrecerte el alma yerra.
Yo tengo en mi
cartuja una casona
alzada sobre el
polen de las flores,
tú tienes un
convento en tu persona
donde la sangre
ahoga sus temores
y la luz
convalece de su eterna
enfermedad de
raudos estertores.
Aguarda, que la
vida se consterna
y, en su
consternación, se confabula
con la
mediocridad que la gobierna
y, en tanto la
gobierna, la regula
con mano firme y
código de acero,
discreta
compasión, clemencia nula.
Espera, no me
quieras insincero,
que apenas la
verdad se me demuestra
me oculta su
sentido verdadero
tornándose
metáfora siniestra
de un cielo
degradado en su esperanza
que cierne su
aflicción sobre la nuestra.
Es tiempo de
faltar, de hacer mudanza,
de hacer
realidad la desmemoria
de aquellos
breves tiempos de bonanza.
Atiende a mi
postrer declinatoria
y deja que el
amor en parte sea
juez del alcance
de tu moratoria,
¡oh recuerdo
mermado por la idea!,
sombra que
disminuye y se vacía,
¡Vesubio
reducido a chimenea!
Ahora, no me
pidas que sonría,
no me pidas
poemas ni canciones,
que tengo la
garganta un poco fría
y tengo algo de
hielo en los pulmones
que no le deja
margen a mi boca
para plasmar sus
buenas intenciones.
Espera, que la
vida se revoca
a un paso de la
muerte y estoy cerca
de darle, por la
cuenta que me toca,
otra vuelta, la
última, de tuerca
a esta
existencia mía tan extraña
que no se
desanima -vida terca-
aunque se
extinga el fuego de la entraña
y se apague en
los ojos y en los labios.
No es el tiempo,
es la vida la que engaña,
la que ofende y
se agota en desagravios
que el tiempo va
anotando en su libreta
con el esmero
propio de los sabios
y el extremado
acento del poeta.
El tiempo,
ciertamente, nos abarca,
la vida
solamente nos aprieta.
A la huesuda
mano de la Parca
y a su guadaña
de acerado filo
me opongo con el
Arte de Petrarca
y con la
incertidumbre de mi estilo,
que no por
desdeñar su frío corte
ha de quedar mi
espíritu intranquilo.
Aguarda a que mi
verso pierda el norte
y gane en
contundencia luminosa,
no le exijas que
sirva de soporte
a la sorda
estructura de la prosa,
estudia su
cadencia decisiva
y su temperatura
minuciosa.
¿Por qué, como
me ha sido toda suerte,
no me ha de ser
la oscuridad esquiva,
si en mí la
llama eterna de la muerte,
a fuerza de
quererte, sigue viva?
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