Obreros fachas fraguan un crisol de vecindades;
ejecutan misas, asisten a funerales rancios y se
invitan a bodas católicas,
levitan sobre el eje más espeso, del cirio a la
corbata de franela:
protegen el macizo de la raza.
Es su cultura -a dios rogando-, la cultura del jefe,
la monarquía absoluta en un solo país de cincuenta
metros cuadrados,
el cerebro tontiastuto que fantasea revelaciones
incoherentes,
el catecismo del fascio o la buena dictadura del proletariado
contrito.
Ellas
entienden el trabajo, sucumben al abyecto,
anulan
las promesas que pudo la esperanza.
Un
frenesí de pequeños bonapartes rodea el anillo de sus caravanas;
ya
no saben luchar
(el
resto es un inmenso cuadrilátero,
contra
las cuerdas, o midiendo la lona con sus besos,
entablan
una conversación infinita,
inscriben
su nebulosa huella en el vacío).
Ellos
eructan y regurgitan frases tomadas de la televisión,
ventosean
con deleite sus discutidas herencias,
mordisquean
el coche como si fuese una moneda, lo bruñen como académicos,
se
las ingenian para no tener ni puta idea.
Obreros fuertes que podrían forjar un pensamiento,
que podrían ser ciencia y no teúrgia,
y no precariedad y no cemento y masa,
no el aparente mármol, sino la fresca roca que
bendice los campos,
que podrían marchar en leve formación de libertades,
con ilustradas risas en los rostros tostados por el
sol,
en lugar de arrastrarse por áreas de catastro
para luego pisar a fondo el acelerador en la
autopista.
Patrióticas, legítimas familias exportadoras por los
siglos de la santa camorra,
depositarias de la honra de los siervos,
inclinadas al orgullo mal pensado, listas para el
combate.
¡Ah!, propietarios de espigas y azulejos que se creen
al frente de sus inquietudes
y ni siquiera conocen el peso del dinero,
incrédulos que fingen una seguridad y sólo confían
en el feliz olor de la costilla,
guiñoles anticomunistas aleccionados por charlatanes
sin escrúpulos.
Ellos y ellas, con sus opiniones respetables
(también acerca de la fusión nuclear),
son, por descontado, cojonudos:
se lo pasan bomba, sufren a espuertas,
se ven reflejados en los edificantes seriales
televisivos
y admiran a los monstruos que enaltecen el casting,
son valientes para ejercer su cobardía ante los
príncipes,
obsequiosos con quien les muestra su puño de acero...
(hombres militarizados que apelan a la violencia,
mujeres iracundas que prescinden del arte).
...
El empresario arenga a la asamblea: ¡es la
economía, estúpidos!,
y una marea de recursos humanos levanta los puños
para desconvocar la huelga,
sindicato vertical que florece en temporadas de
angustia.
Por supuesto, la economía crece para abajo
-una patata caliente en las entrañas de la tierra-,
se sumerge en la fungosidad del contrato verbal
que preludia jornadas extenuantes y oportunas
moderaciones salariales,
se consume deprisa ralentizando el mercadeo de los
pobres,
les ajusta las cuentas, los cinturones,
escrupulosamente,
pero no siempre interviene en sus conciencias.
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