Se anuncia la
construcción de un rascacielos
y los pequeños
Sioux estimulan su magia-hierba-esroja,
se cuelgan del
andamio, funambulistas expertos,
con el pelo tan
negro como una cucharada de vacío
y ríen a pesar de
su misterio, ebrios de rebeldía.
Un sky-line se
acerca por el norte tragándose los recios campanarios,
engullendo
basílicas enteras, invocando a la lluvia
y maldiciendo a un
dios que balbucea párrafos de Whitman
-otros muertos se
remueven en sus féretros, transformados en hordas de gusanos-.
La vida pega un salto, se-e-le-va,
evoluciona un gramo de cerebro,
un color espacial.
El arquitecto mide
uno noventa
y se lo pasa en
grande con sus noventa kilos instaurados
mientras los hechiceros
promueven su estructura:
se bebe una cerveza
y vierte algo de espuma sobre el plano,
en concreto, sobre
la palabra Cementerio.
En el Powwow
nocturno,
los ancianos
cuentan la historia del último rascacielos de Seattle,
la génesis del Indian Killer*, y los niños azules se estremecen
disimulando su
ancestral equilibrio, su dominio del vértigo.
Erupciona la tierra, la torre
dispara su violento ascenso.
El arquitecto
blande su escalímetro triangular
-sublime director
de una orquesta imaginaria-
y esboza una
sonrisa con su pudiente dentadura pública
(se fuma un
cigarrillo y deja caer un poco de ceniza sobre el plano,
esta vez sobre un
bosque exuberante;
y sonríe).
* "Indian
Killer" es el título de una novela de Sherman Alexie.
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