Ella
subió a la montaña.
Ella
miró a lo lejos.
Ella
vio la ciudad.
La
ciudad se extendía como una mancha oscura a los pies del vértigo.
Soweto,
con su millón de almas,
parecía
amarilla y era color orgullo;
ella
vio los neumáticos ardiendo en los callejones.
Dirigió
la vista entonces a la gruesa favela
y
los niños que jugaban dejaron el balón
para
empuñar sus armas automáticas, soldados de fortuna.
Otra
vez, a su espalda, estaba la ciudad abierta,
Roma
sin luz, entregada a su enfermo Vaticano,
Madrid asolado y frío,
azul, pero en un cielo aparte.
Ella
subió a lo lejos.
Ella
miró a la montaña.
Ella
vio la ciudad bajo la luna,
el
gran cañón, alto como un derrocadero,
como
un acantilado con sus quinientos metros libres de caída al mar.
La
ciudad palpitaba en su memoria:
Nueva
York acelerando debajo de sí misma, muriendo en Central Park.
En
todas partes, el género humano sobreviviendo a su apatía.
Hace
un millón de años
o
más tiempo.
Ahora
y siempre, ella en la montaña.
De
nuevo,
en
un extraño fondo, qué ciudad.
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