Trabaja en el paseo como antes en la fábrica,
concienzudamente, avanza por su trecho de
todas las mañanas
-el mismo recorrido, el padrenuestro del
paro-
inventando palabras peligrosas
(las piedras del camino escriben un poema en
su memoria).
Por las tardes, no juega la partida ni
enciende las cuarenta pulgadas del salón,
escucha mucho rap y mucho soul,
se fuma unos canutos y entiende lo que pasa;
pero le da igual.
De noche las noticias y el agorero pronóstico
del clima,
la peli o lo que sea, los anuncios de coches,
tan extraños.
Luego se duerme pensando en los eones de
Penrose.
Se ha convertido en un hombre solitario, de
los que siempre se mueven en la foto,
y en un obrero atípico, que sigue
construyendo su conciencia.
Su análisis es claro: no hay remedio.
La superabundancia de leyes se define como
inmadurez.
Los energúmenos continúan en la cima del
mundo.
Desoye las consignas que las ondas trasladan
a su hogar
y se adentra en el Submundo de DeLillo.
Pan y literatura, fuera cotizaciones
bursátiles.
De pie, junto a la máquina, exhibía su arista
poderosa
a la vez que pasaba desapercibido entre
montañas de sudor.
Ahora, en el sofá, sólo cabe la pose
intelectual,
el aire de saber lo que se hace.
Su modelo sugiere una realidad terrible
y ninguna observación es capaz de refutarlo:
lo que predice, ocurre.
Ocurren las mañanas, las tardes y las noches;
pero a quién le importa.
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