El árbol tiende a la longevidad
(con permiso del fuego y los ingenieros de
caminos).
Encaramado a su zona verde,
testigo involuntario de la monotonía,
se concentra en absorber las clandestinas
aguas del subsuelo,
en atrapar al vuelo los rayos epilépticos del
sol.
Sufre de insomnio, que es un mal común en la
naturaleza,
y dedica las noches a tallarse los nombres
que murmura el silencio.
Chapurrea el idioma de los seres humanos,
pero apenas lo emplea, porque, para el
insulto, prefiere el suyo, más innovador.
El árbol sabe que es un escondite y una
sombra, una mesa y un picnic,
y también que es ceniza de libro o de madera.
No es cristiano: ni le gusta que los niños se
le acerquen
ni muestra interés alguno en conocer a su
padre;
él es padre -es su cultura- y su familia es ancha
como el bosque.
Tiene una amiga (¡hola Árbol!) que le acaricia el tronco
y no se cuelga de sus ramas bajas,
una muchacha de cabello sangrante y
movimiento rápido:
- Hoy,
Ninguna Rosa me ha presentado al Ciprés.
- Pequeña
estúpida..., guárdate del Ciprés, es un centinela.
Para el árbol, el espacio y el tiempo
convergen en un círculo,
un cubo de agua es un milagro, el mar, una
leyenda mineral.
Basa su percepción en la humedad y la luz, el
calor le embota los sentidos.
A sus ojos, la gente fluye en un río de
sangre.
Para el árbol, el hombre es una bestia atormentada;
dios, un pájaro muerto.
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