domingo, 1 de octubre de 2017

veinte mil leguas de viaje sustantivo


Ocre bello bosque. Los veinte mil libros de Abramsky sueltos por la calle, sin collar:
¡qué combustible! La glorieta se ha convertido en el preámbulo por el que acceden las palabras necias,
el punto débil de la cátedra. Cuanta más hierba, mejor, es el dictamen, lo que la música
no deja oír. Hay una voz que sucumbe a la impaciencia, desgrana
notas bajas, opíparas bases para el sexto sentido.

Antes los ángeles moraban y sus moradas místicas causaban delirio, colmaban de procesos las biografías,
engalanados con lámparas, daban sombra a los alberos. Ahora deambulan
vagabundos por una serie de complejos residenciales. Suben escaleras con el pie metido en un charco
y pronostican la muerte del espacio feliz.

Transeúntes inmersos en la extrema vorágine de ser, libros que abarcan
saberes inéditos, palabras que significan cosas, cosas firmadas como contratos austeros, mochilas de conocimiento.
Aguerridos lectores con binoculares y lápices puntiagudos, una pluralidad constante.

Veinte mil libros en el cofre del muerto, signos que duran una eternidad, ídolos que dicen
adiós cuando nadie los cuenta. El paisaje se ha subordinado al pensamiento de uno o dos autores
consagrados. Una moneda es lo que cuesta el arte, un depósito
lleno. La parrafada del poeta se anuncia irrelevante: en esta tesitura, sobran su coerción y su método. El básico
es la rareza, los ojos perdidos.

Madreselva se domina para no cometer un delito
ecológico; los pasos surgen de la propia senda, van cortocircuitándose a medida que el tiempo
avanza su mañana feliz.


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