martes, 23 de enero de 2018

tomavistas


Una flor no tiene nombre, tampoco los árboles (no hay casas
en el verso). Las nubes. El planeta tenía su remordimiento, un conjunto vacío; de acuerdo,
era un campo propicio, experimental. La Tierra es ahora tan pequeña como un campo a la vista,
un terruño masacrado, tan ligero como el parque que se revela desde una altura
discreta, siquiera prolongada el escaso vuelo de la mariposa, y ya.

Qué flor tan tímida; Jordan la mira (es en tecnicolor) con ojos y párpados,
ojos-pájaros que se le van detrás; el color apunta a una resurrección acompasada, impasible, algo casi en acción,
verbal pero acelerándose a cada reflejo.

Diríase procede de la carne, es un ritmo nativo con calambres en las extremidades, una especie de danza estrangulada
o demasiado coloquial para la escena. Predicadores hubo que desearon la noche,
dieron pábulo a la piel de la inocencia, se ocultaban tras estampas y doseles, viajaban por el aire
como palabras mágicas, también como la sed, el hambre y la justicia,
en absoluto como el amor.

Pertenece el amor a ese paisaje rectificado, rocambolesco de las buenas intenciones, se remansa un día
en el espíritu, planta en el espacio la semilla de su profanación. Pues tiempo que perder
es lo único que existe, silencio y dejadez,
olvido y pérdida. Sorprende que los ángeles sean muchachas vestidas de blanco para la ocasión, expulsadas
del duro paraíso, orgullosas de su duelo y su confianza.

Se verifica, sin embargo, la extraordinaria resolución de las murallas, una capital de túneles
ferroviarios a la que escapar del propio pensamiento, una ciudad de manantiales secos y pozos congelados,
trazas de cualquier imperio colapsado, de cualquier gobierno en las tinieblas.

Jordan crea la flor en su memoria, recrea un cetro y un palacio para sus trenzas y su claridad, porque solo hay un nombre
más allá de la forma que codifica esferas y diluvios, que atesora el trabajo en paletadas de espuma, sudor y movimiento;
si apenas quedan cruces en la cara B de la alegría.


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