domingo, 21 de enero de 2018

dos pasajes a la playa de los ángeles


Con un poco de vergüenza
se lee el poema (cuando el poema es de amor).

El poema de amor cuelga de su rama perfecta, no se desmorona, finge su caída,
pero aguanta incluso el conteo de un lejano
campanario, la turba ajetreada de las abejas golosas, el añejo perfume del anochecer. Jordan y su mejor amiga
repiten un nombre, ríen con un poco de vergüenza, porque el poema siempre
hace algo de gracia (cuando el poema es de amor).

Las chicas han subido a un avión varado en el desierto, se disponen a viajar a otra
ciudad de Los Ángeles. Tienen el mar a un lado, como un pensamiento
ajeno, divertido; las olas sestean en la plácida memoria del océano, se repliegan y lanzan su frescura otoñal hacia un metro
cuadrado de recuerdo, desatan la sonrisa del ayer. El pasado
se curva –como todos los besos–, acaso sirva a una multitud de labios, una paleta de carmín.

Verso a verso, el poema ha declarado la guerra
al mañana tranquilo, al paseo tranquilo bajo el sol y las hojas, la noción
literaria de un espacio protegido por la bondad de la naturaleza, rendido a la trifulca de un dios apaciguado. El amor
se triplica como en un milagro independiente,
vuelca una pócima sobria en la vena sangrante de la aurora, sus ojos aumentan de tamaño como libros recién
escritos por una mano desmañada.

Jordan ha formado una familia con diez pájaros de nombre impronunciable. Y se ríe. Pero el nombre
en el poema es otro, y libra su batalla en la frontera, es un contrato con la oscuridad. (Cuando el poema es de amor) la poesía
roza el espectáculo, hace cosquillas en el alma, termina de arruinar el primer baile y monta en su jet
privado con destino a la playa de Los Ángeles,
donde quiera que esté.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores