lunes, 16 de julio de 2018

gestalt


En el Parque las nubes eran un toldo de napalm,
gestando. Harto que ha pasado el tiempo, ha decorado la norma de la monotonía. La norma
es la búsqueda, el apartamiento, el cuerpo ausente
de la eternidad.

En el lago de fuego la rosa decanta su hermosura, desliza un ágata
en el bolsillo del aire. Oh, allí el aire es un alma que viene, se desmorona como negativa, como
propiedad. El infierno es un teatro desplazado hacia el rojo, tiene de todo para nadie: surtidores de ácido,
sangre modificada, monstruos pensativos. El mal se supone que es un trance y suelta un poco de amor por las costuras,
sangra un poco de amor.

Hace frío en el estudio, los libros arrojan vaho, aliento
desmenuzado en granos de oro, símbolos de hielo; suena, característico, el piano del deseo
recobrado, y el sonido recorre la longitud exacta hasta acordarse.

Más que surrealismo, prestidigitación, hologramas que valen un mundo
alternativo, la edición monolítica del universo opinable; por ellos transita un flujo de rameras y predicadores,
caravanas ausentes, tan antiguas. Como el calor que muerde el talle
azul de las palmeras.

Sí. Los árboles corrigen su monumental estilo, fracturan
el eco de la rama, la suposición del espacio, ese vacío contractual y estático. Al sur se escucha el sordo
acento de la aviación que retorna, es el reflejo del sonido a la velocidad del trueno; es un dejarse
ir de todas las maneras. Alzar el vuelo ha de doler un poco,
tiene que ser como dejarse ir hasta el amor
con un diamante falso en el bolsillo.


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