viernes, 5 de abril de 2019

mediodía en la calle del reloj


Vivir una perpetua eucaristía, documento de alto voltaje, una distopía
emocional; es como ponerse a diario en la fila del comedor social y no acabar fiambre ni reventar de orgullo
(extrañamente). Como si los árboles no dieran sombra bajo el ferragosto
portátil de los revolucionarios, como si las horas sucedieran a las horas, los segundos,
al negro porvenir.

Sobre la hierba pueden construirse santos comederos –la comidilla del barrio–, comisarías y todo; tantos pueden
alimentarse, saciarse y contemplar luego sus monstruosos estómagos en el espejo convexo de la feria.
Sobre la hierba pueden escribirse borradores de escándalo, castos folletines norteamericanos,
inglesadas llenas de españolismos, pequeños
opúsculos fantasiosos basados en firmes estilemas de encargo, puede describirse el ocaso y después
el renacer alcohólico de una nación.

Zombis y estatuas que cobran vida literaria, gente que se traga la parábola del resucitado, el cuento de la salvación;
ángeles con fondos reservados. Un Ángel con pistola que arremete
contra la horda moribunda de este mundo, un ser tan bello, de tal perfección armónica propia de un cortometraje,
ser de ficción y de función, alguien con una misión o algo por el estilo, todo por el estilo, todo como en una guardia sutil,
siempre en tensión: qué agradable.

Valga para controlar las epifanías de la virgen, las apariciones del fantasma, espectro de segunda
generación, genio del rock muerto a tiros en un aparcamiento (como mandan los cánones); el Ángel bello
lee sus incunables de Brautigan y Dodge, los heroicos maniquíes que le sirven de ejemplo, y luego vomita
frases contumaces, pedazos de la carne de su carne,
el bourbon de las doce.

Hay un arco iris que se menea como un trasero embravecido, es un fenómeno ambulante,
ondulante, grotesco, que se dobla y se contrae, se agita en el recuerdo de los niños que salen del colegio, más
concretamente: de aquellos niños que salían del colegio con sus modernos auriculares cuando
había un hogar detrás de cada puerta y los pájaros
bisbiseaban su alba interminable.


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