No es
que sean tan malos, no es que sean rebeldes, no es que lo sean,
aunque
fumen y beban por los codos y relinchen como potros salvajes, aunque rompan
rectángulos de luna y persigan quimeras con ruedas de platino. No es que sean
extraños,
aunque
duerman a deshoras y frecuenten sórdidos locales, aunque infecten
los
antros del suburbio y cometan excesos contra la ley y el orden, aunque luzcan
sus
tatuajes de culto en los brazos y el pecho -cinco puntos en el dorso de la mano-.
Aunque
vayan huyendo como lobos que han probado la sangre.
No es
que sean violentos, aunque estrellen vehículos contra el paraíso
y se
rodeen de fieras, aunque tengan las manos de cemento y los ojos inyectados en
odio.
No es
que sean distintos, aunque busquen parejas a la fuga,
habiten
en garajes y sótanos profundos y se levanten a las tres de la mañana
para
ejercer su oficio de poetas sin obra.
Son
los mismos, que vuelven. Los hermanos pequeños, los amigos, la gente.
Los
que vienen rodando con la música. Los que vienen a ser lo nunca visto;
los
que no leen libros, los que no van al cine, los que vigilan las puertas de la
gloria
y se
saben de memoria los horarios de cierre. Son los que renuncian, los que avisan,
los
que burlan las alarmas del parque, los que no se presentan, los que faltan,
los
que trafican con el pan por debajo de la mesa. Son los padres, las madres,
los
hijos del asombro, son los chicos del barrio, los que hacen la calle,
los
que pasan en bloque, los que enferman, y mueren.
No es
que sean perfectos, no es que sean valientes, a pesar de los años testarudos,
a
pesar de las múltiples heridas que les muerden, a pesar de los sueños.
No es
que nos hayan declarado la guerra, a pesar de las cárceles, a pesar de las
bajas
y las
cicatrices, a pesar de los huérfanos que planean desastrosas venganzas
y los
muertos que se esfuerzan por quedarse a vivir en el recuerdo.
No es
que sean soldados de un ejército triste, por más que se vistan de luto
o lleven
zapatillas para salir volando y oculten el rostro bajo máscaras de espanto.
No es
que vengan de países remotos, ni aparezcan de pronto como fantasmas díscolos.
No es
que nadie conozca su delirio, su historia aparatosa, su voluble carácter.
Son
la piel del futuro. Los hermanos del hambre. Son los nuevos demiurgos, los
actores
del
pánico. Los que vuelven del frente, los que no se acobardan, los que matan
traidores,
los
que viven a sueldo de la noche, los que acechan y se precipitan como héroes exhaustos.
Son
los padres, las madres, nuestros hijos bastardos, temerosos de dios.
Son
los viejos mesías con ropa de diseño, los profetas de una sociedad acabada,
enemigos
de su libertad y la nuestra, perlas sudorosas, los amigos, la gente,
los
que siempre fracasan, los que no tienen suerte, los que no tienen tiempo, los
que sufren
y
mueren...
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