Es la
revelación, y no el detalle.
Su
presencia acontece. Ella
está.
Los
verbos palidecen en su nombre, su acción -cualquier acción-
excede
la frecuencia sistemática del verbo, su plática,
su
estirpe.
En la
revelación está el detalle, y viceversa.
Digamos
que se mece una, dos, tres, ¡cuatro veces?,
y
basta. A la idea le importa el número. O se columpia una, dos veces: ya está
(fin
de la imagen).
El
acontecimiento trasciende la acción, que se ve relegada al infinito.
Es su
presencia y no el detalle, lo relevante es su quietud, no su movimiento.
El
hecho venturoso del espacio cortado por su cuerpo
que
ocupa y desocupa lugares y momentos, rebanadas finísimas de realidad soñada,
segmentos
plenos de vitalidad, tiempos felices por segundos, instantes eternos
repetidos
hasta la saciedad de la mirada. La película es buena. Fugaz protagonista
de un
estreno comercial, ella reinterpreta un thriller
agobiante
con toda esa preciosidad que atesora, parte de otra belleza universal.
Digamos
que hace sus cosas de mujer, realiza sus actos de persona,
sus
ruidos (en silencio) y sus abluciones,
sus
pensamientos y sus dejaciones, que comete sus pequeños crímenes y ama a sus
enemigos
más
prójimos, tal que una persona común, con su emoción a flor de ser y su fijo
entusiasmo.
Actúa
como a nadie le interesa. A la gente especial le gusta verla. Le atañe y nada
más.
Lo
que haga es su noción, está en su credo, está en sus mínimos cambios de humor
y
sentido, es una entelequia, su estilo pertenece al ámbito seguro de la
pasividad absoluta,
del
arte. Está en el cuadro bien pintado, en el poema escrito del revés como una
cinta
satánica,
en la novela corta de éxito inmediato, en la escultura que aprende lenguas
muertas,
sobre
la elástica nota musical que habita pueblos abandonados al influjo de la nieve.
La
película es buena, pero termina mal, fundida en negro
la
soledad de un beso, mientras retumba la pegadiza armonía de los mejores finales
tristes.
La
chica en el andén, fumando un cigarrillo de nostalgia, esparciendo
su
aliento milenario por el suelo mojado, víctima de su finura en la pantalla,
cautiva
de una sombra inmaculada, esperando argumento, una línea de texto indispensable
escrita solamente para ella.
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