¡Dadle
sombra al amor!, el cuerpo inmaculado de una muchacha de Tokio,
el
cuerpo místico de una muchacha saudí.
Estrictamente,
aquel amor no necesitaba un cuerpo para luchar de frente,
le
bastaba con la cabellera rizada, el rizo universal, el canon afro,
estilo
y vanguardia. A veces, sin embargo, autorizaba al resto de los ojos,
rendidos
a sus pestañas de raso, apenas hechos, comestibles,
dignos
emperadores del rostro, abiertos al espacio, adictos al rocío, siempre verdes,
Y
las sombras se visten por los pies de acero con gamas insólitas de color aguja,
visten
hordas de fragancia, látigos para el ceño fruncido,
medias
transparentes.
El
cuerpo matizaba su arrojo. Los brazos eran solo palomas, solo al viento,
nada
más que el humo arriesgado de las chimeneas. Las palomas recorrían
la
longitud rabiosa de las piernas sin desplegar sus alas invisibles
en
un proceso romántico de aclimatación a la felicidad.
Otro
bálsamo era el pecho que resumía su angustia en un suspiro débil,
reclamaba
la audacia de las manos, crepitaba ondulante.
El pecho
asimilaba su estación permanente, otro invierno a lo lejos,
avanzadillas
de nieve y un calor tan frágil como el hielo en la capa del estanque.
La
sombra del amor era copiosa, de visita pasaba a ocultar el sol, se comía la
luz,
ocultaba
la luz entre las sábanas, la escondía entre húmedos reflejos,
entre
el polvo brillante, el agua corriente que salpicaba burbujas a su paso.
¡Ah!,
jugaba con ventaja y engañaba a los jóvenes
con
su cuerpo menudo y su cabello limpio, arropado, lanzado a la aventura,
repeinado
y pintado en tonos ligeramente plásticos.
Dadle
fuerza al amor, dadle una historia,
dadle
el cuerpo barroco de su nombre, el cuerpo atlético de una estudiante del MIT,
el
cuerpo anciano que anuncia su promesa solemne
con
toda su dramática experiencia a cuestas
como
una falsa lluvia cayendo a jarros sobre su gran corazón.
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