Montado
en un caballo de silencio,
a
una distancia nimia de su boca entreabierta,
todavía
es libre el beso (otros labios tienden su red
de
mentiras, su palabrería, asedian el líquido contorno con intenciones dramáticas).
Ella
no habla, solo siente el vigor
abriéndose
camino a través del aire limpio, solo escucha el sonido
de
las olas que rompen corazones de espuma, de la sangre que late y se derrama,
la
humedad y el cálido principio.
Ha
comenzado el día siguiente. La aurora venía con prisa
vestida
de horizonte en ascuas. El cielo desayuna un zumo de naranja,
se
fuma un cigarrillo. Un pájaro que canta como en misa,
un
ave redentora de irisado plumaje, desciende entre azulejos y blancor
deletreando
el nombre del pecado.
El
beso fluye arropado en qué lágrimas puras. Con propiedad, cae fuego
de
la altura, qué turbia asomada al precipicio.
Un
halcón baja de nube y deposita en la niebla un hilo de oro.
Pronto
se habrá desintegrado el alma en series de color ceniza,
habrá
dictado el deseo su última carta. El viento lanza bocados tristes al espacio,
por
si un copo de nieve.
Ella
se cree, tiene nombre de gigante
a la hora de huir arrasando el recuerdo, a la hora de irse de vacío,
sin
un beso que llevarse a los labios
secos
de amor.
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