Se
abre una puerta refrescante y la madrugada se aleja
como
una promesa ingrata. El suelo está de cambio, la mudanza sucede
entre
la hiedra y el mármol. Las hormigas construyen sus pirámides, pero no son
esclavas.
Anchas
piedras amortajan el río que discurre intermitente por un millar de aldeas.
La
ribera es un campo experimental, un molino de aspas vegetales.
El
amor se pasea solo por las sendas levantando cordeles de polvo,
peligroso
como un virus, dramático, y combativo. Se disputa una pelea sin jueces;
el
amor y el odio forcejean, se amenazan de muerte, se zarandean a gusto,
amoratados
ambos, ambos destripados aireando sus partes
(se
advierte al fondo un hedor a camposanto, una campana pasa rodeando el horizonte
feliz).
Todo
el país de las hadas constituye un fracaso rotundo. Las hadas brillan más
que
los elfos y sus princesas, pero sus milagros no duran una temporada, se esfuman
envueltos
en un halo de poder adormecido. Los milagros de las hadas
son
verbos como por arte de magia, sin recorrido en el discurso ideal.
Pero
ellas... Esta Princesa de los Elfos tiene un nombre de veintiún sílabas y sabe
contarlo
sin
respirar. Es un nombre irrespirable. Los jilgueros pueden llamarla sin
escandalizarse
y
ella también revolotea y dispara su acento tan rebelde, pues su pelo es un
fogonazo de auroras,
sus
ojos recuerdan la caligrafía del viento, su edad es un principio, un tesoro sin
alma.
A la
altura de algún dios, la noche inspira una escena romántica, desluce una manera
de besar.
La
tierra sufre el mordisco de las coordenadas y asiste a la consagración de la
belleza.
Hacia
el cuarto menguante, la Princesa conspira contra el sueño. En su presencia,
retroceden
los ángeles y los reyes inclinan sus pesadas coronas.
A
flor de piel, la oscuridad se embosca en los recodos, deslía su madeja de
sombras,
atraviesa
portales invisibles, cuerpos mágicos, bordea el lecho del amor ensangrentado y
débil.
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