Qué
bonita sonaba su piel en aquel vestido africano: remoloneando. Aquellos rizos
leves
viajando por el cielo hasta los hombros. El color conocía su color, la piel era
más piel
bajo
el dominio del fuego; los dedos escapaban al pincel y salían del espejo para
siempre,
solo
un momento, apenas un instante rezagado, cedido por la eternidad. Sus labios
que acababan
de captar
un sinónimo culto: el peso exuberante del acento, la sangre
vinculada
al signo, la desinencia exacta, el arte mismo sin nada que perder.
Un
grito, una canción exasperada, un lazo en la garganta para acordarse del
tiempo;
el
pecho bombeando aire como si fuera un destino automático, el acto vital
de
redondear la melodía, de saberse la letra e incluso la letra del silencio, el
himno de la muerte,
que
no está escrito aún en otro idioma. La traducción era infinita, un dialecto
imposible,
se
deshacía el verbo entre las manos vírgenes; la gota de saliva que soltaba
chispas
y
producía amor en todas partes. Una centella propia acordonando el ojo izquierdo
de la noche,
un
sótano en la mirada, azoteas surcadas de palomas coronando la frente, águilas
en el pecho.
La
mente enfebrecida en su carrera, restringidos los fármacos, los libros.
Después
del baile, la conciliación. El beso a nadie más, el abrazo suicida, el brazo
suelto;
el
brazo que se lanza hacia adelante sin asomar el pulso, troceando energía,
catapultándose
como un eco desterrado, libre para agotar cualquier hilo de voz.
Su
planta estática, ese latir de curvas desplumadas, tangentes, tanto abismo.
La
ternura, de fiesta, tras un alud de líneas rojas, atardeceres llenos de
memoria.
También
su cuerpo alrededor, de visita aquel día luminoso y frío. Cuarenta grados a la
sombra
del
hielo permanente. La piel más fría que la nieve hermosa, más física que su
descenso
arrebolado
y seco. Para caer en gracia sin aventar suspiros, sin espacio.
Su
cuerpo de un color tan rápido, perdiendo forma, desangrándose a sorbos su
silueta,
su
especie rítmica estacionada en un redoble azul, su voz pendiente de alguna
propiedad insólita,
nuevo
don que agradecer a la inocencia, otra falsa virtud que reclamar al espíritu.
Talento
en su interior, sobre la fundación de la sonrisa o la cortina eléctrica del
pelo;
su
cabello en razón, labios armados, sus labios abrasando cada rastro de luz,
cada
segundo de arco pronunciado por el firmamento, cada partícula estancada
sumando
su atracción universal; ella en su fábrica del karma, precintando un solo poema.
Dos
ojos que pelean. Y al comienzo era un salto de piel multicolor;
cuando
los ojos transmiten la clase de éxito que sucede al dolor y los versos no hacen
falta
para
delimitar el recuerdo ni reportar el ansia, entonces, la soledad es bastante,
es necesaria,
la
soledad es tan clara como un vaso de agua y el amor es un líquido sordo, cristalino
y aéreo
que
ronronea al fondo igual que un motor sagrado o un corazón a punto de romperse.
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