Llovía
sangre. El aire soportaba una reencarnación de primaveras,
dentro
de ellas, la luz parsimoniosa.
La
chica siempre es ella, firme en su postura,
de
sorpresa en sorpresa, ya sale de la caja envuelta en papel de regalo,
ya
cruza la calle, entra por la puerta, está esperando, se fuma un cigarrillo
y el
autobús cierra filas, aspas. El tornado convierte la soledad en un torno a
ella,
en
torno a ella vuelan los animales grandes de la granja, las sillitas de enea, la
mesa franca
puesta
a la salud del pueblo. La intimidad es un verso que suena a basta ya, a déjame
que
tengo ganas de moverme (de aquí).
Tenemos
lo que tienes que ver, aquí está ella
comiéndose
un flan temblando de emoción, tan guerrillera. Sus manos son, flirtean haciendo
eses
por la carretera, manos de ángel sin piedad. Está en el gran letrero luminoso
de la
tienda que se ve a cien metros si se sube mirando al cielo la avenida. Ella
fuma-fuma-fuma.
Sus
pulmones son de aire, fuelles invencibles. Pero el hachís no vale lo que cuesta
conseguirlo,
la
hierba es un perfume y nada más, un buen intento, solo una escapada.
La
chica siempre es ella, una muchacha de fondo, al fondo, una muchacha oscura
preciosa
siempre,
de veras. Es una actriz global, inaccesible cuando camina a contragiro, la
pretensión,
el
brazo hacia la sombra. El nervio femenino de su anzuelo, su traqueteo férreo,
su nombre
de
coral azul basalto. Viene frotando el cobre, dándole vuelta al genio de la
lámpara.
Sobre
su estilo montan los estudiantes un tablado, este escenario para su arte,
el
arte de la guerra que se aprende en la universidad popular y se olvida en el
barrio.
Ella
que dice ¡vamos! y allá que se construye un sitio, el nido umbroso, la hoguera
que trepa
al
universo. El humo es un extraño, miente y no deja huella,
no
sabe más que hablar de sus cenizas. En los escaparates de la avenida sin número,
esa
avenida larga, la misma que recorren las chicas malas con sus zapatillas rojas
una y otra vez,
subsiste
la imagen lívida, la imagen sombra que arrebata el corazón a los artistas
(¿sabes?,
donde se funde el iris en la contemplación de un beso).
Manos
llovían en la noche cerrada, sobre la noche y su plantación de besos rudos,
caían
de otro cielo los dorsos encantados, palmas encendidas. Mientras, la gente así
miraba
al suelo en busca de una moneda para comprarse amor. La gente así es así de
normal,
así es
la gente como recién bajadas las escaleras del portal, recién salida de la
ducha,
así
como acabándose de despertar del sueño estoico que nunca se recuerda. Tenemos
lo
que se lleva hoy, aquí está su cuerpo revuelto con la gasa y el tul, de celofán
y espuma,
ella
está en la calle y el autobús parando en su nueva parada y las nubes dejando de
llover
por un
instante en un lugar del mundo. La piedra y el lago, la magia y la piedra, el
beso eterno.
La
torre del castillo, mudo el cuervo. La historia de un beso sin alma, una
religión sin días hábiles.
Todo
por la ciudad arriba y la avenida que no acaba, nada de bosque, la esperanza
por el fango,
el
aire espeso de la seguridad infectándose de miedo. Luz. Y luz. Tenemos luz en
el espacio
y en
la tierra. Un espejo para ella.
Su
espejo derretía. Primer cristal. Al principio, el fuego alzaba su manita en
clase
para
preguntar al sol. Nuestra chica del cuento -princesa o no- silabeaba el baile
clásico,
la
gran manzana, barría ojos con los labios pintados de marfil. Y guardaba un
secreto deshonesto.
Leía
novelas bravas, se sabía Jim Dodge de carrerilla y estudiaba la norma ascética
de Coover,
el
filamento de Noon, la armónica culposa de Steve Earle, el trago más amargo de
Edward Bunker,
el
entero corpus incorrupto y sincero suspendido en el pico del águila imperial.
En el
espejo, la paradoja final de la belleza, la ocultación del mito, la carne en su
metáfora,
en su
país de sombras, aterida pero solo del calor trazado en la memoria como una
cicatriz.
La
perla suya derramándose siempre por la mejilla lunar, su cuerpo esférico
bajo
tres dimensiones. Y un tiempo de penumbra
para (no)
enamorarse.
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