viernes, 28 de febrero de 2014

y en la curva del parque


Tú no habías sufrido lo bastante. Tenías que recibir tu castigo por quererla.
(Constance, de Patrick McGrath)


Tres rosas rojas rozan la penumbra con su corazonada anunciación;
son un vestido de verano abierto por la espalda,
triple salto mortal, tirabuzón de seda, presa fácil, tan fáciles de cortar
con los dientes: así (si con un beso no se corta una flor).
Otros labios rojos besarán su cuerpo, se confundirán con el brillo extenuante,
serán parte de ella, sangre de su sangre antigua.

Habrá una rosa negra de sangre azul precipitándose al vacío.
Las muchachas irán a ver pasar el agua cubiertas de luz, su encanto
recibirá postales del futuro. Una de ellas meditará su primera palabra
y guardará silencio mientras comienza el ocaso del baile.

Pues las pequeñas rosas viven sobreviviendo al cisma, interrogándose.
¡Son tan imaginarias! Imaginan un campo, hierba aterrizando hacia poniente,
silbos duraderos, aves últimas con galas tropicales: el jardín que no les pertenece.
Santo jardín.                          
                        Oh, sacramentales rosas del invierno, ¡decidíos!

Una historia completa, un cuento que exprimir frente al reflejo del estanque,
y a pesar del arpa. La gente que merodea, tanta gente en el jardín
ocupando los bancos, paseando cogida de la mano de alguien que no se ve, no está.
Las mujeres, los niños arreglados para el trabajo del parque,
los jóvenes ruidosos atravesando etapas, humeantes y pálidos.

Cada muchacha tuvo su rosa roja, su ángulo peinado haciendo efecto
en la cara radiante, en los ojos pintados de turquesa. En el alma siguiendo la raya de los ojos,
su raya azul airado de infinito cielo. La rosa con la curva
y cada rosa con su movimiento único, mezcla de conciencia y cálculo
(arándanos y nueces y coches de bomberos).

Pero una de ellas, la más hermosa, casi redonda y fértil, casi a la sombra,
como escalando la pared más alta, hiedra y rosal, con esa agilidad de extremidades plenas,
piernas profundas como ramos de aire, medallas en el pecho, lazos al cuello, horcas,
balas de sangre, extrañas trenzas como filtros de amor. Negra con el pelo negro
a la temperatura del sol, la más hermosa, casi tímida, casi pasando frío,
sentada, reclinada a la sombra de los pétalos,

            solo     una                de                                          ellas,

tan atrevida por naturaleza, revelará su nombre apegado a la tierra
y la rosa obtendrá su bautismo y su incendio reducida al breve impacto de una imagen menor.




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