martes, 30 de julio de 2019

desconocida


Destiny® reconstruye un edificio en llamas,
nos acerca la postura del milagro, su impostura inefable. Nuestro poema
incendia el paladar, corteja el interior de las mejillas, corona el Everest de la garganta: quien lo recite,
lo profana, vulnera su pretendida esencia, se desentiende,
no lo entiende, lo contradice y lo traduce a un idioma en desgracia.

Reducir a cenizas la comunicación
no es el cometido de la poesía (cuando el poema habla de amor). Oh, qué torpeza:
el poema siempre habla de amor.

Se transcribe la etimología del pequeño ángel; ella será la protagonista,
diosa de la comedia, su verso reprime un grito, esconde su intención de dar a conocer, de conocerse
y recomponer la nostalgia de un vacío mayor y más honesto.

El recital ha comenzado con retraso (ahora es tarde). Las chicas
suturan varios nexos, el aire se abarrota de palabras cargadas de silencio,
hay música, pero es algo imparable,
un piano moribundo, una guitarra elástica en manos de un extraño; y luego está noviembre,
que atardece las bocas con su estilo, arde en las bocas de la graciosa
multitud.

La familia y sus rocosas interpretaciones de la lealtad, qué anémico despliegue,
con sus espantosos defectos como letras de cambio, sus apuntes en la libreta de ahorros,
la desconexión con la voz interior y sus convicciones
sagradas. En cada casa derruida, un piano expía la voluntad del genio, su código salvaje.

Cubitos de hielo en el recibidor, láminas
de hierro en la lengua seca. Destiny® deposita un sello en la cuenta de las almas, paga con su propio
nombre, decreta la calma y lee en los corazones como en un libro abierto.
Ella es el espejo que no nos reconoce, la luz
que nunca llega a darnos la espalda.



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