martes, 16 de julio de 2019

mundo seco


Pues no hay mar, el Parque exhibe su homogeneidad estacionaria,
es un estado de gracia, un campo de sentido donde adquieren virtualidad such a beautiful heroes, plantas
de interior, arbolitos apresados a la sombra de un ciprés dominical, monasterios
suspendidos en el aire (mariposas de vuelta al paraíso).

El mar representa una víscera existencial, un karma de obligado
extrañamiento, parece un alma cincelada con diamante, sorda a las demandas de la ley. Destiny®
ha recibido su asignación mensual: alas para el baile, su enconado método
para la idolatría.

La poesía se sucede en este lugar infravalorado,
incomprendido. Durante un tiempo, el horizonte se perfila en la angustia de la vegetación, el pánico
azul de las montañas. El verso anula la sobriedad del hielo,
es otro frío calcado de la noche siguiente, un estercolero de bondad seminueva; las palabras
dan en el blanco como crochets de derecha. Y ahí están todas
escuchando la última balada de Mae, el último rescoldo de la voluntad del arte.

Mundo, no hay, o se derrite; el poema se desmonta
como un peso pesado fuera de peso se desborda por las cuerdas del ring. El poema interpreta el mondo cane
mientras saborea un helado de nata en un sitio seguro,
fresco y seguro como una minifactoría
warholiana saboteadora de talento, sano y salvo como un punto de luz.

Feliz –sin ancho mar–,
el Parque absorbe nebulosas de algodón, es un campo de trabajo, un estado
soviético lejos de cualquier cronología, aliento instrumental,
figuración y retirado estilo. Sobre el papel se recorre la forma
de forma que hace sospechar, cierra a las tres de la mañana con todo el mundo dentro, hace saltar las lágrimas
(y cómo pican los ojos de tanto humo y tanta rematada eternidad).



© Paolo Ventura

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