martes, 3 de diciembre de 2019

corazón estropeado


Soñar después de muerto, tener en cuenta un millón de palabras, insertar
                caritas sonrientes en la foto fija de la soledad, el epitafio de la cronología.


Pacientemente en blanco, el libro espera,
espera un poema terco, laico, nevado como una séptima avenida en navidad (en otro
lugar las mayúsculas se encargan de enredarlo todo).

Hoy el poema se titula, lleva por título, exhibe sus titulaciones, en realidad
es un títere del ecosistema horizontal; la librería es parte del ecosistema, sus enredaderas
ascienden como títulos nobiliarios, poemarios
bautizados con picardía, con simpatía y sano instinto comercial.

Hoy el poeta lleva un maletín, una mochila barata, lleva papeles en la mano, un libro,
lleva meses sin comer como es debido y se autoriza a cometer una barbaridad. Y el poema sale manso,
parco, es manco, tuerto como un manifestante, es una parodia
instrumental, es el estado haciendo de las suyas.

Otoño por ahí, estrofas por ahí, ah, cansancio
infinito, secuelas gramaticales y demasiada información, demasiada
política, el espectáculo inmaculado del desprendimiento. Su foto en el periódico, la entrevista, el arte
visto y no visto, la monotonía y el éxtasis
contenido: una forma auténtica de matar el tiempo, de no matarse de auténtico milagro.

Ahora se produce una lectura íntegra e inteligente. Los versos
suben al cielo porque no existe nada más profundo que un recital de interior; se trata de prestar una atención
sensacional, la simetría puesta al servicio del éxito.

Lean a uno que juegue con las cartas marcadas. Que sepa
cantar el góspel como el cantante original. Lean solo las páginas impares,
una sí y otra no, hagan su propio poema con líneas al azar. El verbo es siempre maleable, se deja
manosear en la oscuridad del silencio, su carne es blanca
como la de un pequeño corazón estropeado.



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