martes, 10 de diciembre de 2019

reino


Había rezado de rodillas al lado de la cama,
con la mirada perdida, concentrada en la oscuridad. Había
rezado todos los días con la mirada doblada como una camiseta, los ojos
vueltos hacia dentro.

El milagro sucedió, y fue estrafalario:
se disolvió la materia, el paisaje interior suplantó decididamente a la esfera cotidiana y la soledad
atracó su barco pirata, aterrizó
su avión nodriza en el mínimo espacio de la ausencia.

             Y conoció la verdadera noción, el hecho divertido,
inusual y conveniente, la sensación inútil de la soledad. Se halló. Sola sobre
la faz de la tierra, sola en aquel espeso titular, aquel encuadre fotográfico, aquel nido
unifamiliar. Sin familia. Sus padres desangelados por aquella ley de fuego. Ella,
angelical, desposeída pero dueña, desterrada
pero ¡qué dulce hogar!

Sola pero en casa. Aterrorizada por el ruido farsante de una fantasmagoría
mecánica, una aviación fantasma, el molesto silbido del expreso de las doce llegando a la estación
una hora antes de las doce, un rato antes de cualquier
lugar, con el pasaje desintegrado, los vagones ardiendo.

             Hay un jardín para la soledad donde dios existe un poco,
un poco como si no estuviera allí, como aerodinámico y algo estirado, subyugante; una deidad
acomodaticia, leída, el ser supremo de un vacío lleno de calles vacías, canchas de basket vacías,
cines vacíos que dan películas de acción sobrenatural.

Ella había rezado, con su camisón y su destino, descalza en su habitación
real, en su cuarto creciente, aumentando de tamaño según avanzaba la oración y las chimeneas
aullaban su estropicio de carbón helado.

Y su padre y su madre sometidos al efecto
extraordinario de la desaparición, el acto conciso,
ansible del desvanecimiento, la transmigración de las almas hacia un balneario
suizo situado en otro universo radicalmente sujeto a la física lineal del silencio, paraíso
de asmáticos y pobres de espíritu, ¡oh, reino de gigantes!



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