martes, 12 de enero de 2021

tocado

 

Una columna de Monsu Desiderio sostiene el mundo. Un mundo de atrezo. Cómo representarlo,
cómo representar la derrota incondicional
sino mediante la conmoción moral de la poesía (¿?). Nuestro
púlpito se desmorona
en un maremágnum de signos y serigrafías, una progresión de números
infinitesimales.
 
El universo acaece, es decir, se cae porque ha tropezado dos veces en la misma escena multidisciplinar,
la zancadilla del vacío verdadero, la bolita que oscila, oscilatoria como una manecilla o una cabeza
nuclear. Sobre la columna –o columnata, claustro neorromántico–,
el becerro de oro luce su calcomanía, su rojo visceral y altisonante.
 
Hundidos como la armada española en el cabo Passaro, derribados como Foreman en Zaire. Numerosas
bajas; bajo tierra o bajo las aguas transparentes y sin contaminación
acústica, repletas de delfines y tortugas
gigantes, restos del jurásico y icebergs de pequeño calado. El poema se rebela
contra su pacifismo estructural, quiere sangre en los nudillos –como si quisiera
sangrar por cada nombre común.
 
Hasta el verso es sustantivo, pues tiene puestos los ojos en Emily D., y esa mirada fija
desprende un calor sobrenatural, registra su máximo valor en según qué coordenadas
biográficas; es su naturaleza
claudicante, su vasallaje, epifanía nativa que reaparece como espíritu
célebre.
 
Contamos con dios por aliado, nuestra sacra alianza nos proporciona esta alquimia discordante; perdemos
la guerra con todas las de la ley, arriamos banderas, fundimos
cañones de plomo macizo, inutilizamos nuestras armas antológicas y nos quedamos con la navaja
mellada del pastor. Qué arrebatado sino, la nube glacial que acompaña al sonido de la rendición. Somos
artífices de nuestro fracaso, legisladores infames de nuestra
conmovedora pena capital.



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