martes, 11 de mayo de 2021

inthahood

 

Oh, suena Sa-Roc, tal vez Olivia Dean. Llevamos los cascos puestos,
vamos a trabajar. La noche se avecina
desgraciada, una emboscada tras otra, estrellas que se clavan en las puertas, estrellas
descosidas de las almas.
 
La sombra del árbol no sabe de quién es, los pájaros no saben quién los canta,
las escaleras siguen hasta dónde. Una coalición de infinitos  
amenaza la virtualidad de la luz con fórmulas matemáticas y eslóganes propios de la física
de partículas.
 
Entonces Laura toma el avión y se desvanece en el pasado como un aura cualquiera, como un rictus
que desaparece, como una sola nota. Su esencia
resiste sobre todo en la madera del aire, sobre todo en el aroma
tardío de las amapolas, sobre todo en la bruma: diríase que un mar de nubes
amordazara los sueños.
 
Es como una muñeca, sus ajorcas,
su ajuar. Sa-Roc está en su casa o acaso está inthahood; ah, carecemos de referencias
útiles ni sutiles. Únicamente su voz traslada, transita, insufla,
respira un cuerpo entero.
 
Hasta el momento la lectura ha sido fructífera como un granero americano ―unos 40 acres―, quizás como un huerto
elemental situado en un planeta terrorífico, terraformado, hecho a la imagen
reticular del nuestro, aves y depredadores, halcones y palomas de la paz (es la política, chic@s).
 
El avión toma altura, se aleja un poco más, hace
sangre sin querer, es un corazón sin más mecánica ni más indicaciones, por el camino
arroja un rastro de sal, un despojo de lágrimas y propiedades. Ella no dice adiós,
ni siquiera abandona el silencio de siempre, ni siquiera
recurre al truco del futuro.


Robert Frank

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