Nadie
va. La luz es un estorbo. Se trata de acuñar un término,
sindicar
un nervio óptico, tratar el estrabismo de los muertos.
De
noche, una estrella aborda la nave del Ganges, la hoguera del Ganges,
restos
de un festín de rosas.
El
aire sopla un chelo desgarbado, dotado de una métrica casual.
El
aire se confiesa con un busto de mármol. Otra verdad que se la lleva el viento.
Nadie
atiende la súplica. La oficina está vacía por la noche. Por la tarde hay
un
espacio parlante, mendicante que asesora a los desposeídos. La máquina
cojea
con un roedor dentro. Por tanto, la máquina está viva y es consciente de algo.
No es
que tengan sed, aunque haya hecho un calor extraordinario.
Las
sombras que se movían tanto se desplazaron hacia el gran charco oscilante para
refrescarse
un
poco. También eran las sombras de personajes famosos que había.
En
los bancos se sumergía el tiempo, metían la cabeza una hora tras otra,
un segundo
tras otro, ínfimos tractos.
De noche, la luna se sentaba al
fresco y se empapaba de eternidad.
Ahora
estorba el arte de la luz, es un maldito y enojoso arte.
Su
obra no es preciosa cuando aparecen miedos como los de ahora que preguntan algo.
De
nuevo, nadie va. Los ojos dinamitan los escombros, extraen fulgores a la
oscuridad.
Todo
ante el fuego: las ramas perfumadas de angustia, los cuerpos
a las
tres de la mañana. A medianoche, un trance, la repatriación del silencio.
Todos
los insectos ante sus gotas de agua, iguales como gotas de agua,
reflejándose
sin música que valga, armados de paciencia.
Hasta
la luz pretende una copa de vino y su guirnalda, su alfombra roja. Hacia ella
se
elevan partículas de hierro, pavesas de oro. Briznas de nostalgia.
La
ceniza cubre las pantallas, infecta el líquido.
Nadie
se va. La luz pertenece al olvido. Qué tenebrosa plata entona
un
aria semejante al trueno, solfea un dechado de auroras o envejece junto al vaho
de la fuente.
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