martes, 14 de julio de 2020

100 años


Sobre el áspero
lienzo del futuro queda expuesta la vida (y a la vista)
y cualquiera puede atisbar el trozo amable, el rayado imprudente,
el garabato ecuánime –seudoliterario– que no significan nada.

Veinte, 30, cien años: no significan nada. El bailoteo de una mosca, su vuelo
centinela, su molesta autonomía son el calco de las vicisitudes humanas, el pataleo
residual de la insatisfacción, la cumbre anónima y profundamente
religiosa del arte.

Literatura y perdición, poemas secos como ramas,
soflamas expulsadas por el altavoz universal del premio y la economía, del gremio y la parsimonia,
testimonio de otra generación quemada.

Oh, todo es arder, desinhibirse, probar un camino
silencioso y ponerse a gritar a pleno pulmón, casi como un pájaro,
y morir casi del modo que se muere un gorrión en la corriente. Todo es vivir
del mismo modo que se muere, con esa renuncia grabada a fuego en la memoria,
fundida en el cuenco de las manos.

El espejo nos dobla, vivimos dentro de una prodigiosa
simulación, marionetas digitales. Habitamos en una habitación cerrada, enorme,
prodigiosa, sin cielo alrededor, solo aire
débil, insano como un bucle de tormentas.

Los trenes cruzan el desierto,
abanican el campo con su zalamería, su estacionamiento
inofensivo. La vida es un tren de cercanías que nunca llega a su hora. La vida es un espacio común
donde pisarse los cordones del zapato, donde tropezar en un cabello,
es una mancha de olvido tan minúscula como una gota de sangre.



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