jueves, 16 de julio de 2020

húmeda, obstinada poesía


La poesía es menos. La poesía es lo de menos. La poesía
se repite. Repetimos. Hay una literatura que redobla su inocencia, esgrime
una cámara (semi)automática, dispara
cerca de veinte instantáneas por segundo, tiene algo que decir:
sufre una patología afirmativa.

Reiteramos una disposición; la bronca por el Arte,
la tristeza que produce un buen poema elegante, el poema de marras, qué poema. Verso
triste, apagado de día, triste de noche. A las tantas,
el verso se destrona, se toma algo y sucumbe como un alfabeto tenebroso
o un crucigrama políglota.

No tiene qué decir, posado en el crucigrama de la literatura –que es un sudoku del máximo nivel, pero
letrado. De estrofa en estrofa,
dormitan las variaciones goldberg de la poesía, se enganchan en la valla (al saltar),
meten el pie en el agua, se raspan, se arañan, resultan heridas en cualquier sentido
metafórico, obran realidades
inestables.

A la estabilidad por el Arte; sofocados y todo, interrogados por un técnico
estimulador, taseados y todo, vapuleados a conciencia hasta quedar inconscientes, medio muertos en un juego
culpable. La asonancia vertical, el horizonte que se apodera del tiempo como un pequeño robinhood
perfeccionista.

La lejanía no sirve, tampoco la procedencia
ni el arraigo. De milagro, hay equilibrio en una gota de agua. Somos
militantes de la lluvia e inventamos hologramas domésticos que acaban por calar los corazones. El poema
nos entra por los ojos como una mariposa, nos salva
heroicamente de nuestra inacción.



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