lunes, 19 de octubre de 2020

planos de fontanería urbana

 

Primero cuelga al poeta, después llora bajo su horca.
(Orhan Pamuk)
 
 

Es un procedimiento. El poema se arrebata,
impulsa la doctrina, esparce un conglomerado de turbaciones, santifica
una geometría cromática ideal. A veces el poema expresa una gigantesca red de alcantarillado,
bucea en el Bósforo o recorre el laberinto romántico de Bcrst, arenga con su fraseología
estambulita, bucarestina, saca pecho entre las multitudes,
pone sobre la mesa rascacielos,
avenidas condales, gorriones de combate, palomas gruesas, tanto asfalto.
 
Sometimes, un barranco desaparece del paisaje y se instala en el ángulo
ciego de la memoria colectiva. Nuestro verso
fallido como un estado de shock, nuestro verso alejado, menesteroso, con el vaso de plástico en la mano
viendo pasar la gente, viendo pasar la vida
al ralentí.
 
Es como una piscina medio llena, la poesía. Hace calor, el barrio
fructifica, cría leones que no miran al cielo. Es un escupitajo en mitad de un gran charco
azul marino. En la ciudad. El poema se encarga del paisaje, lo saca a pasear (curiosamente). Ondas
sinusoidales de población constante: México DF sella una obra
instrumental, una plaza con números de sobra.
 
Ahora tenemos detrás una turba de poetas malcarados, furibundos, que buscan un oasis, una urbe
con trazas de grandeza, la sombra capaz de elevar su entusiasmo
político como quien sube la persiana de un espacio interior.
 
Qué claridad de intenciones, qué modo experto, unos sin estilo,
abonados al mérito y la irrelevancia, otros nacidos consonantes, nacidos libres, con alma y todo,
con un libro, con la seriedad ciudadana y esa mirada fija de las conurbaciones,
ese perfil estresante. El poema tiene un modelo entonces, encuentra sus raíces, su fibra
monotemática, su teorema. Nos avergüenza
mostrar el pensamiento, pero tenemos la butaca reservada, un sitio aislado a la diestra
de la competencia, dentro del humo que protege la masa forestal del horizonte.


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