La catástrofe llegó por accidente.
Un virus terminator finiquitó la maraña de
sentimientos
y acabó con los últimos artistas.
Las madres presenciaron el escándalo
y vieron crecer los dientes de sus hijos
pequeños,
les vieron ponerse gabardinas largas y
celebrar la barba de tres días.
El bosque, venido a menos, recordó el esplendor de la hierba.
Las máquinas dejaron de capitalizar la
atención.
La luz fue reculando hacia los ojos de los
pájaros.
Hubo siniestros en fábricas y cuarteles,
laboratorios que cerraron puertas y ventanas,
casas blancas que echaron a volar.
Cerca del centro, las sirenas ofuscaron su
espíritu lírico
y los cláxones cedieron a un silencio
infantil de puro miedo.
Pasos ingrávidos por baldosas y azoteas,
sombras atareadas.
El grito a punto de palabra, forjando idioma.
Y los miles de gritos musicalizando el
fenómeno,
disputándose el cetro de la fragilidad.
No se contrajo súbitamente el universo,
el mundo no se coló por el sumidero del
acelerador de partículas.
La oscuridad brotó como una flor descabellada.
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