El
poder se aprovecha de nuestra frágil memoria,
nuestra
memoria selectiva
e
inútil,
como
si no supiéramos que nunca fue dorado ningún amanecer,
que,
en verdad, el amanecer tiene un punto de sangre,
una
flecha radiante y un silencio espontáneo.
Hemos
olvidado la pobreza de los pies hinchados,
el
hambre.
Nos
cuesta acordarnos de otra enfermedad que no sea
la
del odio que carcome los cuadros inmóviles,
de
las enfermedades que trajeron consigo nuestra ruina.
No
sabemos decir qué pueblo fue arrastrado a la barbarie,
cuál
fue derribado y arrastrado por el fango,
qué
pueblo fue tan deslocalizado, tan cegado por las flechas del exilio,
qué
pueblos sucumbieron y cuáles fueron a caer más tarde,
dónde
radica la debilidad del poderoso,
cuál
es el punto débil del más fuerte,
del
terror que apresa y crucifica, que tortura y sonríe,
golpea
y canturrea una canción de amor, golpea
y se
come una palabra con un vaso de vino.
No.
Hemos olvidado el régimen
que
nos hacía andar descalzos
o
nos daba zapatos de madera,
que
nos hacía cantar en un idioma mortífero
o
nos transportaba como mercancías no perecederas.
Nos
cuesta aprender de nuestros fracasos tanto como de nuestras victorias,
de
nuestra sangre tanto como de la sangre del enemigo salvaje,
su
bilis ponzoñosa, tan venenosa como la nuestra pero más ácida,
más
caliente, calcinante, más negra, un humor caótico
diferente
del que nos anima y reconforta,
distinto
del beso de la madre, del abrazo del padre que reconforta y ahoga,
del
beso de la madre que es un beso muerto.
El
poder se nos ríe en nuestra cara de sapos,
e
inflamos los mofletes para escupir una sacudida turbia,
un
espasmo concreto y enfermo, sabedores de su omnipotencia y de nuestra rabia
que
se esparce y se contrae como un muelle lustroso de orfandad
terrible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario