Y tú
besando a la rosa...,
¡qué
redundancia, qué exceso!
Junto
al matorral espeso,
tu
mente maravillosa
pensando una sola cosa,
solo
pensando en el beso.
(anónimo)
la
balada
La
mañana se desprende del cielo harta de color y encanto.
Fuera
de la ciudad, fuera de sitio, o tal vez en el grandioso parque
sin
fronteras, próximo al rincón secreto de los mejores cálices,
al lado
mismo del camino estrecho que lleva al corazón de un bosque
que no
tiene principio y sí un final y una salida oscura,
donde
los animales son domésticos y los árboles posan
para el
curioso lienzo del miniaturista, en las inmediaciones del jardín
que
contiene tres fuentes de agua dulce y un estanque con sus peces apáticos,
se
levanta un castillo de altura considerable, tal que alcanza el vientre de las
nubes
rezagadas
y turbias, protegido por un foso de anchura inofensiva y profundidad fatal,
cuyas
murallas de serena piedra, bien conocidas por inexpugnables,
conectan
cuatro torres imponentes visibles a leguas de distancia.
el rap
Nada
extraordinario. La joven de cara morena y pelo acrobático
tan
tupido de rizos nunca dorados y sí blindados de charol corriente
condensa
su actitud polifacética y acerca su perfil ambiguo al arbusto desgreñado.
Ha
salido por la puerta grande de la fortaleza -ella en acción-
desarrollando
un mito a partir de su cintura térmica.
Repiquetean
sus botas por el empedrado, la senda lógica
que
conduce al estanque rodeado de aristas y flores intratables.
El
suceso se resiste a ocurrir, quizás a causa de la inanición del aire
que
necesita una canción de despedida y cierre, un himno transitorio,
iniciático,
voluble, con volumen y núcleo, volcánico, con la melodía en ciernes,
la
letra en parihuelas, el coro a medio gas y la banda constipada de lo lindo.
El
suceso, que tiende a ser horrible, todo un acontecimiento,
solicita
una garganta sana, una cantante bella y luminosa, por si acaso
la
noche rompe la intensidad nerviosa de la tarde que transcurre sin motivo.
la
balada
Fluye
un río tranquilo de horas agradables. La Princesa -así ha de ser-
surge
como la conseguida encarnación de una Musa receptora,
vaporosa
y flexible: a falta del arpa, una guitarra blanca en bandolera
-guerrera
pertrechada para la armonía- y una nube de mariposas limpias
revoloteando
alrededor de su cabello como una diadema viva, iridiscente.
Ya se
escucha el manantial cercano y el ruiseñor apura su primoroso turno.
Ella
vacila con elegancia y ritmo y se detiene de pronto, víctima del rosal
policromado
que de
improviso la intercepta con su arrebato
lírico,
su apelación cortés al suave despertar de los sentidos.
Cautelosa,
desliza su delicada mano hasta sentir el incitante tacto de los pétalos;
se
humedece su boca y sus labios resuelven dar un tímido paso hacia adelante...
el rap
La
joven de aspecto laborista es proclive al indulto de las flores.
Junto a
las ruinas, el rosal aparece con su tristeza y su debilidad de carácter.
Hay un
choque de vehículos estéticos, un choque cultural de claras proporciones.
La
chica no se quita los auriculares ni apaga el cigarrillo rubio sin filtro,
da una
calada y observa la vistosa planta sin demasiado interés,
con un
punto de irritación ante el cretinismo de la naturaleza
y su
inclinación a esa belleza gratuita, atronadora y tan poco elaborada.
Nada en
contra del trabajo sucio y subterráneo de las plantas,
de su
estresante búsqueda de liquidez y brillo, su dependencia,
aunque
ella prefiera la permisividad de las sombras al detalle constante de la luz.
Y, sin
embargo, arranca de cuajo una rosa especialmente rota y ya gastada
como un
vestido desgarrado y viejo y, con la mente en blanco,
la
lleva hasta sus labios pintados de malva para dejar caer sobre ella un beso
breve e
idéntico al que, de mala gana, le da su madre todas las mañanas
cuando
sale de casa para ir a trabajar.
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