La flor
iridiscente ajardina ella sola una parcela romántica.
Se
mueve y lo parece por un recto camino, la senda entablillada,
pedregosa
que patean los gatos. El hambre tiene nombre
de
mujer y la flor espabila y finge una coraza, funde su patrimonio
de
colores vigentes, de colores consortes que son malvas aumentados
en la
idea del rojo carmesí, por el ojo coral de la cereza. Es color
cuando
sufre las cadenas, temporadas adustas bajo el cuerpo radiante de la noche.
Elige
unos labios pretendientes, el labio de la novia, superior y elevado a los
altares.
No tan
fiel como la rosa que erradica la hierba,
ni
entregada al arisco caparazón del viento como nueva amapola;
simplemente
presente y sin aroma, tan solo ausente de sí misma y su poema,
su
recital inverso, desde la palabra hacia el silencio, desde el color al eco
nocturno
de una
sinfonía ciega, el hueco de la luz.
La flor
iridiscente alejandrina y vana, en vano sin medida, desestabilizada,
precipitada,
huida por el camino recto, la senda polvorienta que nunca transitaron
los
carromatos alegres.
Es para
ella. Toda flor para ella. (Todo es pequeñoburgués*). El mundo se retracta
de la
revolución, de las revoluciones, del Amor.
La flor
iridiscente en entonces para ella sin amor. Es de un amor confuso
que a nadie representa. La flor solamente representa
un
color abierto a diferentes interpretaciones, un rayo de luna
abriéndose
camino en un trigal domado por el sol (en confianza).
Pero
ella no quiere flores en el pelo, apenas siente la comezón
tan
interior del beso, ese picor ausente en las partes del alma.
Ella no
quiere flores apagadas, prefiere la sonrisa de los ojos cerrados,
la
caricia de la voz que desperdiga anuncios luminosos,
el
absorto perfume generado en la tierra más estéril.
Prefiere
la sonrisa del gato, el espectáculo de la contemplación,
un
ardor cósmico en el campo profundo.
La flor
iridiscente calcula su importancia, el tiempo
necesario
para cautivar, el tiempo agónico que precisa su azul considerado gris,
el
cielo que le falta para llegar al cielo, para tocar el cielo con la sombra
de un
beso.
* Entresacado del libro de Alexandr Herzen, "El pasado y las ideas", citando a Emmanuel-Joseph Sieyès.
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