La
soledad se imaginó una vida;
era una
vida triste como la nave que surca océanos sin patria,
nueva
como un transbordador espacial.
Continuaba
y parecía no tener fin. Minuto tras minuto,
ocurrían
espacios alborozados, perlas
inundadas
de sobresalto. La vida exudaba un aroma tibio y germinal,
se
dejaba querer, aumentaba de tamaño y gloria,
resistía
el avance militar del tiempo.
Un
segmento doloroso como un témpano de aire en los pulmones;
nada
era libre, el viento sostenía un contrato de trabajo,
las
nubes cepillaban el cielo con sus escobas mágicas,
purificaba
la lluvia el contorno celeste.
La vida
estaba sola de continuo, bailaba con la sombra de un cadáver,
se
arrancaba el cabello para ser más fuerte, para ser respetada por los buitres,
se
vestía de lobo para el hombre como aumentaba de tamaño
y
sangre. Nacía a cada paso.
En un
momento largo, fue bautizada con un beso de amor,
un beso
largo recibido en un lugar infinito,
lanzado
hacia los cuatro puntos cardinales como un puñado de nieve.
Ansiaba
tanto un futuro apacible, un futuro reciente, un futuro,
que se
inventó una vida para salir del paso, para nacer cada día un poco
menos
larga, un poco menos libre, un poco menos.
En el
espejo había un cierto contrabando de campanas, un árbol bajo tierra.
Así,
fue a verla mientras (ella) cantaba un verso a todas horas. Estaba viva
como la
fuente que propaga rumores y redondea charcos,
era un
encanto productivo en su extensión de manos dulces,
labios
empapados en lágrimas.
Durante
medio invierno, a largo plazo,
la
soledad observó a la muchacha que venía a su encuentro,
que
vivía a todas horas sin apenas desearlo, que tenía un futuro
consecuente
y posible: la maravilla de un antes y un después,
un
ahora grabado en la memoria.
Y con su cara larga devoraba cierta imagen borrosa del éxito largamente acariciado,
una
clara impresión del universo que va quedando atrás:
la permanente
sonrisa acostada en su diván aéreo,
la
procelosa espuma encendida en el pelo de material volcánico.
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