Érase
una vez una Princesa de ébano
que no
tomaba el sol, pues en su reino
abundaban
las sombras y los días tristes del otoño parecían no tener fin.
La
Princesa de Ébol.... (sorry) de ébano vivía en un castillo inmenso
y a
veces, mientras daba su paseo matinal por los inmensos jardines,
se acercaba
a su arbusto preferido y presa de un encantamiento amable,
o de su
propio encanto, a veces, besaba tiernamente una rosa
(pero
esto ya lo saben ustedes).
La
Princesita, que era tan hermosa como un pastel de nata con cerezas,
no
conocía el amor, por más que sus tenaces pretendientes
hicieran
públicas sus intenciones aviesas a través de pasquines y pregones rimados
y no
dejaran pasar las ocasiones de mostrarle la magnitud de sus fortunas
o la
inmensidad de sus posesiones (uno de ellos incluso declaraba infinitas
propiedades
e
interminables dominios en los que siempre era de noche).
Pero
ella, tan bella, no tenía ojos para los nobles y poderosos príncipes;
solamente
amaba la música. Cantaba sus canciones modernas que nadie
y solo
ella conocía y se soltaba el pelo donde un jilguero en particular
gesticulaba
dibujos animados con la carita sonriente alrededor
de su
extraordinaria cabellera caribeña, sus rizos hipotéticos de miel,
ya
sueltos y reales como el baile.
Así,
con su graciosa compañía volante, el colorín preciso al final del poema
(nada
de mariposas, esa es una leyenda campestre),
recorría
los senderos prodigiosos hasta llegar a la tercera fuente
en la
que solía humedecer sus neumáticos labios.
Discurría
de esa manera lúdica su sosegada existencia hasta que un día
creyó
escuchar una balada ingenua, salió al balcón tremendamente inmenso
de su
inmensa habitación con vistas a una parte del jardín universal
y
descubrió al poeta que decidía en las bifurcaciones la peor opción
que no
llevaba a ningún sitio.
El
poeta cantaba con determinación y su voz era un poco cristalina,
un poco
yerba, algo geométrica para estar de paso. Era una voz con tintes
de amor
deliberado, que enamoraba a los besos antes de latir
(entonaba
los versos antes de nacer),
dorada
voz pequeña como un muñeco de goma, tan infantil y cálido.
Cuando
salió a toda prisa, todavía el espacio atesoraba el eco del amor:
se dejó
abrazar por un alejandrino parabólico que hacía sinalefa con el viento
y se
dejó llevar a parte alguna absorta en la dolorosa nube del olvido.
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