martes, 13 de agosto de 2013

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Érase una vez una Princesa de ébano
que no tomaba el sol, pues en su reino
abundaban las sombras y los días tristes del otoño parecían no tener fin.
La Princesa de Ébol.... (sorry) de ébano vivía en un castillo inmenso
y a veces, mientras daba su paseo matinal por los inmensos jardines,
se acercaba a su arbusto preferido y presa de un encantamiento amable,
o de su propio encanto, a veces, besaba tiernamente una rosa
(pero esto ya lo saben ustedes).

La Princesita, que era tan hermosa como un pastel de nata con cerezas,
no conocía el amor, por más que sus tenaces pretendientes
hicieran públicas sus intenciones aviesas a través de pasquines y pregones rimados
y no dejaran pasar las ocasiones de mostrarle la magnitud de sus fortunas
o la inmensidad de sus posesiones (uno de ellos incluso declaraba infinitas propiedades
e interminables dominios en los que siempre era de noche).

Pero ella, tan bella, no tenía ojos para los nobles y poderosos príncipes;
solamente amaba la música. Cantaba sus canciones modernas que nadie
y solo ella conocía y se soltaba el pelo donde un jilguero en particular
gesticulaba dibujos animados con la carita sonriente alrededor
de su extraordinaria cabellera caribeña, sus rizos hipotéticos de miel,
ya sueltos y reales como el baile.
Así, con su graciosa compañía volante, el colorín preciso al final del poema
(nada de mariposas, esa es una leyenda campestre),
recorría los senderos prodigiosos hasta llegar a la tercera fuente
en la que solía humedecer sus neumáticos labios.

Discurría de esa manera lúdica su sosegada existencia hasta que un día
creyó escuchar una balada ingenua, salió al balcón tremendamente inmenso
de su inmensa habitación con vistas a una parte del jardín universal
y descubrió al poeta que decidía en las bifurcaciones la peor opción
que no llevaba a ningún sitio.
El poeta cantaba con determinación y su voz era un poco cristalina,
un poco yerba, algo geométrica para estar de paso. Era una voz con tintes
de amor deliberado, que enamoraba a los besos antes de latir
(entonaba los versos antes de nacer),
dorada voz pequeña como un muñeco de goma, tan infantil y cálido.

Cuando salió a toda prisa, todavía el espacio atesoraba el eco del amor:
se dejó abrazar por un alejandrino parabólico que hacía sinalefa con el viento
y se dejó llevar a parte alguna absorta en la dolorosa nube del olvido.


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