viernes, 2 de agosto de 2013

inexplicable


Cruje el sonido, las tablas tiemblan,
se produce un cosquilleo en la espalda de la gente. Se cuecen las botellas
de cerveza, el agua corre desnudando los grifos herrumbrosos;
el sol bastante tiene con seguir sonriendo,
tiene bastante con seguir de pie.

Progresa el arte efímero del canto y suena una explosión, el cuchicheo
flagrante de los hierros dilatados que soportan una grave tensión.
Todo festivalero, astracanado, poco parangonable a ciencia cierta,
todo como si en Woodstock, toneladas de barro para cuidar la piel
y tanto ácido fluyendo por las venas del pueblo, prolongando la risa
y el chispazo como de haber comido bien, un buen plato de hamburguesas
o un cochinillo asado cortado con un plato o un cordero lechal con sus patatas tiernas,
esto es el ácido, que arranca con la música y genera ditirambos y églogas,
torpezas de manual, hilarantes contextos.

En el ambiente, una maravilla late casi desordenadamente, al borde del colapso,
gritan los pájaros, pero no se oyen. Cabe un espacio más alto para el vuelo
de la voz, que fantasea el eco de un susurro, su Hiroshima de las voces,
y la deflagración excesiva: el silencio.

No hay color. El silencio es un apotegma delicioso, una celebración
concatenada, circular, o semicircular cuando vuela una mosca.

El hachís brinda su palo de sándalo radiante,
huele a noche de bodas a través de una sábana manchada de lujuria,
borbotea en el vaso, hierve como la nieve de febrero, desfila por su parte
más recta, atañe, daña, dignifica, es causa de la idea fantástica,
funda los mandamientos reales, es una bandera blanca.

La multitud asiste al proyecto detallado y feliz, ovaciona a la artista
dentro de un sueño húmedo de amor imposible. La voz de la diva, que taladra
y puede asesinar a las neuronas menos convencidas de su potencia,
deviene en un alucinante mensaje divino. Y todos saben que la deidad les habla
a ellos concretamente, a cada uno de ellos, en particular, al oído, y ellos que entreoyen
la palabra de un dios de terciopelo y espuma.

La chica canta con una pistola en el tobillo o una navaja en la liga, da lo mismo: armada.
Dispuesta a la violencia suprema de una paz sin concesiones, con la cara de Lennon
y el porro gigantesco de Bob Marley oteando el espacio extraterrestre.
Consciente a duras penas del tirón de su lágrima en la voz que ataca un éxito tras otro
acompañada de una banda ecléctica.
Es la estrella de un momento que sabe a eternidad y desmemoria,
el antídoto que hace peligrar los efectos de la droga
y convoca de nuevo a los dolores cotidianos con una pausa de luz.

Cuando abandona la escena, nadie ignora que ha tenido lugar
un evento de belleza inexplicable.

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