Cruje
el sonido, las tablas tiemblan,
se
produce un cosquilleo en la espalda de la gente. Se cuecen las botellas
de
cerveza, el agua corre desnudando los grifos herrumbrosos;
el sol
bastante tiene con seguir sonriendo,
tiene
bastante con seguir de pie.
Progresa
el arte efímero del canto y suena una explosión, el cuchicheo
flagrante
de los hierros dilatados que soportan una grave tensión.
Todo
festivalero, astracanado, poco parangonable a ciencia cierta,
todo
como si en Woodstock, toneladas de barro para cuidar la piel
y tanto
ácido fluyendo por las venas del pueblo, prolongando la risa
y el
chispazo como de haber comido bien, un buen plato de hamburguesas
o un
cochinillo asado cortado con un plato o un cordero lechal con sus patatas
tiernas,
esto es
el ácido, que arranca con la música y genera ditirambos y églogas,
torpezas
de manual, hilarantes contextos.
En el
ambiente, una maravilla late casi desordenadamente, al borde del colapso,
gritan
los pájaros, pero no se oyen. Cabe un espacio más alto para el vuelo
de la
voz, que fantasea el eco de un susurro, su Hiroshima de las voces,
y la
deflagración excesiva: el silencio.
No hay
color. El silencio es un apotegma delicioso, una celebración
concatenada,
circular, o semicircular cuando vuela una mosca.
El hachís brinda su palo de sándalo radiante,
huele a
noche de bodas a través de una sábana manchada de lujuria,
borbotea
en el vaso, hierve como la nieve de febrero, desfila por su parte
más
recta, atañe, daña, dignifica, es causa de la idea fantástica,
funda
los mandamientos reales, es una bandera blanca.
La
multitud asiste al proyecto detallado y feliz, ovaciona a la artista
dentro
de un sueño húmedo de amor imposible. La voz de la diva, que taladra
y puede
asesinar a las neuronas menos convencidas de su potencia,
deviene
en un alucinante mensaje divino. Y todos saben que la deidad les habla
a ellos
concretamente, a cada uno de ellos, en particular, al oído, y ellos que
entreoyen
la
palabra de un dios de terciopelo y espuma.
La
chica canta con una pistola en el tobillo o una navaja en la liga, da lo mismo:
armada.
Dispuesta
a la violencia suprema de una paz sin concesiones, con la cara de Lennon
y el
porro gigantesco de Bob Marley oteando el espacio extraterrestre.
Consciente
a duras penas del tirón de su lágrima en la voz que ataca un éxito tras otro
acompañada
de una banda ecléctica.
Es la
estrella de un momento que sabe a eternidad y desmemoria,
el
antídoto que hace peligrar los efectos de la droga
y
convoca de nuevo a los dolores cotidianos con una pausa de luz.
Cuando
abandona la escena, nadie ignora que ha tenido lugar
un
evento de belleza inexplicable.
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