Ella
tiene un nombre para todas las mujeres, uno piramidal, un nombre de Babel
escalonado
en terrazas de radical altura. ¡Ah!, en su decepción reside la pena
del
mundo. En una lágrima suya late el desorden de la galaxia,
un
oprobio de siglos. Hay una soledad anterior al vacío que todavía es capaz
de
apoderarse de las almas nobles. A veces, arma una trenza de su cabello negro
y se
siente sola como si no hubiera nacido, ajena como el aire que realiza milagros
al
abrigo de la noche.
Con
ese absolutismo de nombre permanente
-que no
es que signifique lo impensable ni convoque a la felicidad-,
ella se
pronuncia despacio frente al espejo paladeando su cláusula, su ciclo imperfecto,
su cintura
poética; sabe que ha logrado una victoria sin derramar en vano
una
sola letra, sin haberse reducido una sílaba contraria. (Y cómo se pasea
orgullosa
de su artístico peinado, de sus sandalias rojas.) El nombre ejerce su función
aglutinante,
estabilizadora, su tarea llana, y pulcramente crea una égida tenaz
protegida
por arcos y ventanas sin número. ¡La torre de Babel indescifrable!
Pero
todos reconocen el crujido del verso cuando rima su acento con la piedra.
Su
nombre es una norma de conducta.
¿Quién
no ha sentido un tierno escalofrío
al
contacto radiante de su eco? El viento lo repite, la lluvia lo proclama
y es
la voz de la tierra la que lleva su impronta como un lunar en la frente.
Pues
el silencio es la más elevada forma del amor,
en
nombre del amor, ¿acaso no se omite por exceso de símbolo, disparatado alcance?
No se
dice. Apenas sí se escribe con mesura, temblando la pluma entre los dedos
huéspedes,
apenas
se musita, se susurra, se calla, en fin, por no caer en el pecado
de
ofender a los cielos con tanta voz afónica e inevitable, con esa voz tan ronca
y desafortunada
que
trata de tormentas cuando debería incidir en el plácido céfiro y su mariposa
del arte
o se
deja llevar por el encanto de una nota inconclusa en vez de dividirse en piezas
íntimas
de franco
recorrido. Nada más que el nombre que se pasa volando
como
un pájaro lento, que vuela entre la lluvia de un instante de forzada ilusión.
Su
nombre en lo profundo. Antes de caer bajo el fuego de una noche febril. Señalada
e
inmóvil; desalmada, con aquel alma en trance dibujada en su muro, en un tris de
afianzarse
hacia
el pasado, el ayer que no recuerda otro canto que el tibio de los árboles en ascuas
después de los relámpagos en flor.
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