martes, 3 de diciembre de 2013

la más elevada forma del amor


Ella tiene un nombre para todas las mujeres, uno piramidal, un nombre de Babel
escalonado en terrazas de radical altura. ¡Ah!, en su decepción reside la pena
del mundo. En una lágrima suya late el desorden de la galaxia,
un oprobio de siglos. Hay una soledad anterior al vacío que todavía es capaz
de apoderarse de las almas nobles. A veces, arma una trenza de su cabello negro
y se siente sola como si no hubiera nacido, ajena como el aire que realiza milagros
al abrigo de la noche.

Con ese absolutismo de nombre permanente
-que no es que signifique lo impensable ni convoque a la felicidad-,
ella se pronuncia despacio frente al espejo paladeando su cláusula, su ciclo imperfecto,
su cintura poética; sabe que ha logrado una victoria sin derramar en vano
una sola letra, sin haberse reducido una sílaba contraria. (Y cómo se pasea
orgullosa de su artístico peinado, de sus sandalias rojas.) El nombre ejerce su función
aglutinante, estabilizadora, su tarea llana, y pulcramente crea una égida tenaz
protegida por arcos y ventanas sin número. ¡La torre de Babel indescifrable!
Pero todos reconocen el crujido del verso cuando rima su acento con la piedra.

Su nombre es una norma de conducta.
¿Quién no ha sentido un tierno escalofrío
al contacto radiante de su eco? El viento lo repite, la lluvia lo proclama
y es la voz de la tierra la que lleva su impronta como un lunar en la frente.
Pues el silencio es la más elevada forma del amor,
en nombre del amor, ¿acaso no se omite por exceso de símbolo, disparatado alcance?
No se dice. Apenas sí se escribe con mesura, temblando la pluma entre los dedos huéspedes,
apenas se musita, se susurra, se calla, en fin, por no caer en el pecado
de ofender a los cielos con tanta voz afónica e inevitable, con esa voz tan ronca y desafortunada
que trata de tormentas cuando debería incidir en el plácido céfiro y su mariposa del arte
o se deja llevar por el encanto de una nota inconclusa en vez de dividirse en piezas íntimas
de franco recorrido. Nada más que el nombre que se pasa volando
como un pájaro lento, que vuela entre la lluvia de un instante de forzada ilusión.

Su nombre en lo profundo. Antes de caer bajo el fuego de una noche febril. Señalada
e inmóvil; desalmada, con aquel alma en trance dibujada en su muro, en un tris de afianzarse
hacia el pasado, el ayer que no recuerda otro canto que el tibio de los árboles en ascuas
después de los relámpagos en flor.


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