Sentado ahora en la arena, contemplo el sol, que se desdibuja hasta
convertirse en una simple sombra.
Los rojos casan finalmente con
los azules. Pronto la noche nos devorará a todos.
(La Casa de Hojas, Mark Z. Danielewski)
La
oscuridad era una goma de mascar.
El
chicle que se pega en la suela del zapato, no como una sombra.
En
expansión, brillaba la oscuridad como un semáforo ciego. No hacía falta la
noche:
a la
hora de comer, todos los días se formaba en ausencia. Sus palabras
eran
frías y significaban un pozo de quietud, la máxima quietud,
el
necesario roce de la velocidad quedaba aletargado, roto. En sus palabras rotas
podía
detectarse la noción del silencio, el desgraciado hábito de la sinceridad.
En casa, la
oscuridad bajaba la voz, los insectos zumbaban con sordina.
Los
padres no pegaban, solamente rascaban la suela del zapato (con violencia).
En el
cuarto de estar se hacía un eco a la distancia exacta de 17,2 metros (cuando
solo había
tres
y medio de pared a pared; cierta distancia gris).
La
sensación de alivio que dejaba reseco el paladar.
El
bosque tenebroso manchaba de niebla. En su centro tan pegajosa la hierba
seguía
siendo bella como antes de salir a la luz. Los árboles pateaban un balón de
hojas
o
fingían una enramada mágica, reproductiva; menos las zarzas, el bosque entero
cobraba
por salir del paso (del laberinto).
Ahora
viene la ninfa (¡atentos!). Que podría llamarse de cincuenta y dos maneras
diferentes.
Digamos
una náyade. Aletargada en su humareda gráfica. No es que escribiera ella
un
libro de poemas ni tañera la lira. Era tan sólida (no, Rama no es el nombre de
una ninfa)
que
venía del sur y no llegaba al mar. Ni tampoco lucía, sino que se dejaba caer
por
el retorno, las ocultas veredas cubiertas de ramaje y rosas lívidas.
Era
sin nombre un diablillo nocturno, un cervatillo correteando hasta el fondo,
riendo
sin parar, sin desperdiciar un brinco, sin escatimar una sola gesta.
La
tenemos envuelta en un sudario oscuro, envuelta en un millón de ocasos
diminutos
¡(oh,
nebuloso precepto, melancólica ley!, ¿qué turbia fuerza insiste en cumplir tu
designio?).
El
vórtice impreciso se abatía, pesaba sobre los hombros dulces, el fantástico
cuello.
¡Desnuda
y qué más da si nadie contemplaba su cuerpo!
Era
un fulgor contrario, hacia abajo en el tiempo. La fría llama del olvido
deshaciendo siluetas,
formulando
su deseo grave de inmensidad.
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