Ascendieron
los tallos dobles miles de metros hasta rozar la huella de una diosa,
¡qué
flores! La piedra agonizaba bajo la tempestad, la lluvia repartía codazos
como
una vieja novia. En la nube rosa, naranja y crema, la cimbreante joven
bautizada
por los sumos embajadores del tiempo sintió el cosquilleo residual del agua
y
esbozó el borrador de una sonrisa mientras sus ojos crecían como huecas
auroras.
Un
viento elíptico musitaba comedias y los pájaros dialogaban su feria
interminable;
disponía
la luz de un escenario para su efeméride, su elogiado suspiro, y las cumbres
afirmaban
el círculo. Del costado elegido brotó una ingenua maravilla, tres pétalos de
sangre
que
iniciaron un vertiginoso descenso por la longitud aérea de los lirios hasta
llegar a la tierra.
Ella,
que había imaginado la frescura de las olas, su olor a sal, su dignidad
postrera,
temblaba
como un sedal de hierba, desnuda ante el burdo espectáculo de la realidad.
Lloraba
tanto al principio, víctima del silencio, que sus ojos proyectaban visiones
imposibles
y sus
labios goteaban alérgicos al tacto oscuro de la soledad.
Grácilmente,
burló las alambradas y descargó un rosal de piel tostada sobre el mar abierto,
crestas
de espuma bendijeron su paso eterno, el positivo alcance,
la
distancia tomada por su aliento que rociaba perlas hacia la rectitud de las
palmeras.
Fue
la extensión de su fertilidad, el terreno hurtado al polvo y a la roca,
aquel
verde frutal, aquella inmaculada solución que irradiaban sus manos necesarias:
un
trabajo constante, indefinido, acumulando siglos en un parpadeo flexible,
derramando
una pared de historia por el cielo compacto como si fuese miel
dorada
y germinal.
Nadie
alzó la voz. Un estremecimiento convocado en el aire,
multiplicándose
en los brazos cansados, un color de más que venía a resolverse en el eco febril
de
las mareas, en la frecuencia solitaria del viento desprendido que barría los
templos.
Al
instante, un exceso de pureza, una pulcritud asfixiante allanó el transcurso
de
las horas muertas que contemplaban absortas su propio cortejo fúnebre,
su
desglose en rápidos fragmentos de humo que verificaban la conservación de la
amargura.
La
divina muchacha desató un milagro por la punta de plata de sus dedos capaces;
su
melancolía fue manoseada, difamada y puesta en entredicho por un coro de
sombras.
La
claridad colmó la estancia y nadie recuperó la vista, nadie sanó ni fue llamado
Lázaro,
ningún
suceso utópico tuvo lugar. El portento ocurrió en segundo plano,
difuminado
y solemne: con estilo cegador, el corazón quedó suspendido en el espacio
vacante
desprendiendo
centellas absolutas como retales de infierno, atravesado por un cerco de
puñales.
Y la sangre tomó la palabra, gota a gota, a imitación del murmullo
curioso de la fuente,
para anunciar
que había regresado de su viaje infinito.
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