sábado, 4 de enero de 2014

grandes esperanzas


Con grandeza, el niño intuye que su mente prodigiosa es el centro de todo lo que existe.
Tierna filosofía de la edad.

El viento corre
como alma. Deprisa. Las hojas de los árboles sermonean al barro
antes de (caer). En picado bajan planeando estrategias planas
los copos tumefactos capitaneados por un secreto a voces.

El centro -que no es ninguna parte- va por libre, está fuera de sitio;
el universo y el centro del universo son una misma cosa que no existe.

Suerte que no hace tanto frío. Hoy las hojas del árbol suspendidas
en vano -en un espejo cóncavo- desvaneciéndose sin aura (ni tensión).

Aparte del centro hay un timón para surcar corrientes,
una percha y un arsenal de fuego. El misterio se aproxima. Los cielos suprimen
puestos de trabajo.

Volviendo al parque nuestro -que susurra su nombre-, la muchacha escoge
ser (así); bordea un mapa extraño, se sumerge en una capital de hojas secas,
espacio coloreado, pardo, numerado y sombrío. Técnicamente, sale a la luz
ausente de la tarde.

El niño encuentra su camino a casa desorientado por un sueño vigilante, un efluvio coral.
La chica ya está echando una mano a la mano diminuta. Árboles en torno,
delineantes.

Las estrellas educan. Parten de una base invisible, guían a pesar de su ignorancia
crítica. Hasta que ella se centra en el laberinto pasan años terribles
como horas de gimnasio.

Almas en guerra fingen soluciones al pánico, toman medidas. El niño madura
un pensamiento deprimente. En la cueva, solo hay luz,
afuera, el mundo gira alrededor de todo lo demás.





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