Con
grandeza, el niño intuye que su mente prodigiosa es el centro de todo lo que
existe.
Tierna
filosofía de la edad.
El
viento corre
como
alma. Deprisa. Las hojas de los árboles sermonean al barro
antes
de (caer). En picado bajan planeando estrategias planas
los
copos tumefactos capitaneados por un secreto a voces.
El
centro -que no es ninguna parte- va por libre, está fuera de sitio;
el
universo y el centro del universo son una misma cosa que no existe.
Suerte
que no hace tanto frío. Hoy las hojas del árbol suspendidas
en
vano -en un espejo cóncavo- desvaneciéndose sin aura (ni tensión).
Aparte
del centro hay un timón para surcar corrientes,
una
percha y un arsenal de fuego. El misterio se aproxima. Los cielos suprimen
puestos
de trabajo.
Volviendo
al parque nuestro -que susurra su nombre-, la muchacha escoge
ser (así);
bordea un mapa extraño, se sumerge en una capital de hojas secas,
espacio
coloreado, pardo, numerado y sombrío. Técnicamente, sale a la luz
ausente
de la tarde.
El
niño encuentra su camino a casa desorientado por un sueño vigilante, un efluvio
coral.
La
chica ya está echando una mano a la mano diminuta. Árboles en torno,
delineantes.
Las
estrellas educan. Parten de una base invisible, guían a pesar de su ignorancia
crítica.
Hasta que ella se centra en el laberinto pasan años terribles
como
horas de gimnasio.
Almas
en guerra fingen soluciones al pánico, toman medidas. El niño madura
un
pensamiento deprimente. En la cueva, solo hay luz,
afuera,
el mundo gira alrededor de todo lo demás.
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